La Casa de Los Vampiros
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Capítulo 7 7

El camino que subía por un lado de los acantilados siempre había estado empinado, pero lo había subido una infinidad de veces, con y sin mi abuela, y nunca me había sentido así. Ya no era solo la tos. Y tampoco eran los músculos doloridos. Estaba mareada y el estómago ya me comenzaba a rugir de tal manera que yo misma me recordaba a Meg Ryan en la película French Kiss después de comerse todo el queso y tener un ataque de intolerancia a la lactosa. (Kevin Kline está realmente mono en esa peli... Bueno, para ser un tipo mayor).

Y encima moqueaba. No me refiero a sorberse un poco la nariz. Me refiero a que me limpiaba la nariz en la manga de la sudadera (qué asco). No podía respirar sin abrir la boca, lo que me hacía toser más, ¡y no podía creer lo mucho que me dolía el pecho! Intenté recordar qué era lo que de manera oficial había matado a los chicos que no habían completado el cambio a vampiros. ¿Habían tenido ataques al corazón? ¿O era posible que hubiesen tosido y moqueado hasta morir?

¡Deja de pensar en ello!

Necesitaba encontrar a la abuela Redbird. Si la abuela no tenía las respuestas, las encontraría. La abuela Redbirdcomprendía a la gente. Ella decía que era porque no había perdido el contacto con su herencia cheroqui y el conocimiento tribal de las ancestrales sabias que llevaba en su sangre. Incluso en esos momentos sonreía al recordar el ceño fruncido en la cara de la abuela cuando salía el tema del perdedor de mi padrastro (ella es el único adulto que sabe que le llamo así). La abuela Redbird decía que era obvio que la herencia de la sangre sabia Redbird se había saltado a su hija, pero solo porque se había reservado para proporcionarme a mí una dosis extra de antigua magia cheroqui.

Cuando era pequeña había subido por este camino cogida de la mano de la abuela más veces de las que podía contar. En la pradera de hierba alta y flores salvajes extendíamos una manta de colores brillantes y merendábamos mientras la abuela me contaba historias de los cheroqui y me enseñaba las palabras de sonido misterioso de su lengua. Mientras subía con dificultad por el curvado camino, aquellas viejas historias parecían dar vueltas y vueltas dentro de mi cabeza, como el humo de una hoguera ceremonial... Incluida la triste historia de cómo se formaron las estrellas cuando un perro fue descubierto robando harina de maíz y la tribu lo azotó. Cuando el perro corrió aullando hacia su casa en el norte, la harina se esparció por el cielo y la magia que había en ella creó la Vía Láctea. O cómo el Gran Águila hizo las montañas y los valles con sus alas. Y mi favorita, la historia de la joven Sol, que vivía en el este, y su hermano, Luna, que vivía en el oeste, y Redbird, que era la hija de Sol.

-¿No es extraño? Soy una Redbird, hija del Sol, pero me estoy convirtiendo en un monstruo de la noche. -Me oí a mí misma hablando en voz alta y me sorprendió que mi voz sonara tan débil, en especial cuando mis palabras parecieron hacer eco alrededor, como si hablase dentro de un vibrante tambor.

Tambor...

Pensar en aquella palabra me hizo recordar las asambleas tribales a las que la abuela me había llevado cuando era pequeña, y luego, mis pensamientos, de alguna manera, insuflaron vida a los recuerdos, incluso pude oír el golpeteo rítmico de los tambores ceremoniales. Miré alrededor, entrecerrando los ojos incluso ante la débil luz del agonizante día. Los ojos me ardían y tenía una visión casi nula. No hacía viento, pero las sombras de las rocas y los árboles parecían moverse... expandirse... alargarse hacia mí.

-Abuela, estoy asustada... -grité entre convulsiones por la tos. Los espíritus de la tierra no son algo a lo que debas temer, Zoeybird. -¿Abuela?

¿Había escuchado su voz llamarme por mi apodo o no eran más que ecos misteriosos que esta vez llegaban desde mis recuerdos?

-¡Abuela! -llamé de nuevo, y entonces me detuve, esperando escuchar una respuesta.

Nada. Nada salvo el viento.

U-no-le... La palabra cheroqui para el viento cruzó mi mente como un sueño casi olvidado.

¿Viento? ¡No, espera! No había viento hacía un segundo, pero ahora tenía que sujetar mi gorra con una mano y apartar con la otra el pelo que me golpeaba con furia en la cara. Entonces pude escucharlo: el sonido de numerosas voces cheroqui cantando al unísono con el redoblar de los tambores ceremoniales. A través del velo de cabello y lágrimas vi humo. La dulce esencia almendrada de la madera de pino me llenó la boca abierta y saboreé las hogueras de mis ancestros.

-Únete a nosotros, U-we-tsi a-ge-hu-tsa... Únete a nosotros, hija...

Fantasmas cheroqui... ahogarme por mis propios pulmones... la pelea con mis padres... el adiós a mi antigua vida...

Aquello era demasiado. Eché a correr.

Supongo que lo que nos enseñan en biología sobre que la adrenalina te domina durante las situaciones de pelea es cierto porque, aunque me sentía como si el pecho me fuese a estallar y parecía que intentaba respirar bajo el agua, subí corriendo la última y más empinada parte del camino como si hubiesen abierto todas las tiendas del centro comercial y estuvieran regalando zapatos.

Respirando con dificultad, continué subiendo a trompicones por el camino -cadavez más y más alto-, luchando por librarme de los temibles espíritus que flotaban a mi alrededor como si fueran niebla, pero en vez de dejarlos atrás parecía que corría a adentrarme en su mundo de humo y sombras. ¿Estaba muriendo? ¿Era así como ocurría? ¿Era por eso por lo que podía ver fantasmas? ¿Dónde estaba la luz blanca? Dominada por el pánico, corrí hacia delante, moviendo los brazos con violencia como si pudiese rechazar el terror que me perseguía.

No vi la raíz que sobresalía en el duro terreno del camino. Desorientada por completo, intenté mantener el equilibrio, pero había perdido todos los reflejos. Caí con fuerza. El dolor en la cabeza fue agudo, pero tan solo duró un instante antes de que la oscuridad me engullese.

            
            

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