Tan solo semanas atrás, había escuchado a mi malvada madrastra contarle a su mejor amiga su plan para convertirme en la amante oficial de Giorgio Fontana. Según ella, era la única forma de rescatar a la empresa familiar del desastre en el que se encontraba.
Por mi parte, yo detestaba a Giorgio Fontana. Siempre me había parecido un viejo pervertido que nunca perdía la oportunidad de quedarse a solas conmigo, incluso cuando yo aún era menor de edad.
No tenía idea de cómo habían convencido a papá de acceder a un trato tan despreciable, pero desde la muerte de mamá mi familia se había ido a la ruina. Y él parecía ciego de devoción hacia su nueva mujer.
¿Cómo iba a hacerles frente? ¿Cómo podría luchar por un amor que ni siquiera sentía?
El aire se volvió denso, sofocante y mi cabeza giraba desenfocada. Me encogí tras la puerta y traté de respirar, pero sentía como si mis pulmones se comprimieran en el interior.
Los golpes en la puerta intensificaron mi ataque.
-¿Ari? Sé que estás ahí. Ábreme, por favor...
La voz de Enzo me llegó como un soplo de aire fresco, aunque dudé si era lo correcto abrir.
Finalmente, tras varios segundos y su insistencia, conseguí ponerme de pie y girar la perilla. Enzo entró rápidamente mientras caía de nuevo al suelo.
Él me tomó por los hombros, mostrándome esos ojos serenos y firmes, como un ancla.
-Arianna... -ni siquiera podía escucharlo con claridad-. Respira... Vamos, respira.
Intenté hacerlo, pero era inútil. Nada parecía aliviarme, hasta que colocó suavemente una mano en mi rostro y me miró directamente a los ojos.
-Escucha... Sé por lo que estás pasando. Conozco tus razones y por eso decidí ayudarte.
Mis lágrimas cayeron sin control. Intenté detenerlas para no arruinar mi maquillaje, pero él ya estaba limpiando una que se había rebelado.
-Eres valiente, Ari. Esto puede parecer un muro insuperable, pero te prometo que lo haré valer la pena.
-Estoy... estoy muy asustada -admití en voz baja, contra mi propio orgullo.
-Lo sé -me respondió-. Pero no dejaré que caigas. Te lo prometo.
Tenía que confiar en él. Conocía a Enzo desde que tenía siete años y era una de las pocas personas en quienes podía depositar mi fe sin dudar.
-Sebastian está afuera ¿sabes? Y aunque no lo demuestre, también se está muriendo de miedo. En este momento, es el único que puede entenderte más que nadie. Si te atreves a tomarlo como aliado, tendrás a un poderoso compañero a tu lado.
-Él no me agrada -respondí, sin pensar.
-No es tan mala persona como crees -me replicó, con una sonrisa de medio lado-. Si lo conocieras como yo lo conozco...
-Es tu hermano. Obvio que hablas bien de él.
Su risa llenó el espacio, inesperada y relajada. Sin importar el traje caro que llevaba, se dejó caer junto a mí en el suelo, recostado contra la puerta como si estuviéramos en un parque.
-Hoy luces preciosa, Ari. Mi hermano debería sentirse afortunado de tenerte como su prometida. -Le puso un toque de sarcasmo a sus palabras, con esa mueca particular que siempre me hacía reír.
Solté una pequeña carcajada. Poco a poco, la ansiedad comenzaba a disiparse.
-Bueno... en eso tienes razón -dije, sonriendo.
-Así que recoge toda esa altanería que te caracteriza y enséñale a mi hermano tonto cómo se lleva a cabo un compromiso.
Lo sabía. Ya lo habíamos practicado bastante.
Asentí, sintiendo que la seguridad volvía poco a poco a mí. Era eso o enfrentar un destino que me repugnaba.
Me puse de pie tratando de tener determinación.
-Nunca seré la amante de ese viejo pervertido -afirmé, más para mí misma que para él.
-Esa es mi chica -me dijo, en un tono fraternal que me hizo envidiar a Sebastian.
Hubiese dado cualquier cosa por tener un hermano como él.
Sobre todo en este momento.
Cuando volvimos al salón principal, la primera mirada que sentí como una daga fue la de Helena Prada, la prometida de Enzo. Su perspicacia parecía no tener límites y juraría que había intuido que su novio y yo escondíamos algo.
Enzo lo notó también, pero su reacción fue nula. Esa indiferencia tan característica en él hacía que ni siquiera intentara ocultarlo. La relación entre ambos parecía una alianza de hielo; dudaba de que realmente la amara.
-Ya era hora de que aparecieras, princesa.
El sarcasmo de Sebastian fue evidente solo para mí.
En ese momento un mesero pasó por nuestro lado, ofreciéndonos copas de vino. Sonriendo como si el tono mordaz de Sebastian fuera algún tipo de saludo romántico.
-¿Te hice esperar mucho, cariño? Siempre que nos vemos, te pones tan ansioso.
Mi sonrisa fue suave e inocente, pero lo suficientemente punzante para que él soltara un gruñido, mascullando groserías mientras tomaba mi mano con fuerza. El agarre era tan rudo que me tentó a soltarle una bofetada, pero me contuve.
-Siempre tan delicado -dije entre dientes.
-Solo contigo, cariño -respondió, con esa misma falsa dulzura.
Suspiré, resignada a que jamás podríamos llevarnos bien. No después de todo lo que había pasado en la escuela.
Así que recordé el consejo de Enzo.
Tomé las riendas.
Me coloqué frente a Sebastian y con un gesto calculado, lo abracé como si fuera parte de un idílico romance.
Su rostro sorprendido me indicaba que no estaba preparado para aquello. Le susurré al oído con un tono tan bajo que nadie más pudo oír.
-Escúchame bien, imbécil. No sé qué tanto deseas casarte con Cristina, pero yo no deseo ser amante de un pervertido. Si quieres seguir en este juego, más te vale actuar como se debe y dejar de ser un niño inmaduro.
Me separé de él, fingiendo arreglarle el cuello de la camisa. Vi cómo su expresión se tensaba, peleando contra el sonrojo que inevitablemente se le subió a las mejillas. La humillación de ver mi aplomo contrastando con su inmadurez parecía dolerle.
-No te creas tan astuta. Veremos quién resiste más en este teatro.
-¿Me estás retando, Sebastian?
-Te estoy retando, Arianna.
Nuestras miradas se cruzaron en un duelo silencioso, tan intenso que cualquiera diría que era el inicio de una batalla personal.
Fue entonces cuando noté, por primera vez, que sus ojos eran más claros que los de Enzo. A la luz del sol, aquellos ojos resaltaban incluso con el ceño fruncido que llevaba, como si cada matiz en ellos supiera de antemano que yo no cedería.
No aparté la mirada. Bajarla significaba derrota y no estaba dispuesta a eso.
-Maldita víbora... -murmuró, como si estuviera hipnotizado por el absurdo juego de orgullo que ambos sosteníamos.
Su insulto me devolvió a nuestras constantes peleas de la escuela.
-Patán. -respondí en un susurro, dejándome llevar por la adrenalina del desafío.
Ese simple intercambio nos hizo acercarnos aún más en un duelo sin palabras. Una guerra de respiraciones entrecortadas.
-¿Arianna? ¿Bellucci?
La voz de Bárbara, mi madrastra, nos sacó del trance.
Al girarnos la encontramos allí, con el rostro desencajado. Reflejando una mezcla de sorpresa e incomodidad.