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La noche caía lentamente sobre la costa, envolviendo la churuata en una mezcla de luces tenues y sombras danzantes. Las mesas de madera seguían ocupadas por algunos comensales que alargaban la cena entre risas, vasos de ron y música suave de fondo. El sonido del mar llegaba claro, sin obstáculos, mezclándose con el murmullo de conversaciones lejanas.
Marina estaba sentada sola en una esquina, con una copa de vino blanco entre los dedos, mirando sin ver. El aire tibio de la noche acariciaba su piel, pero nada lograba calmar ese nudo en el pecho. Desde hacía dos días no sabía nada de Javier. Y por mucho que intentara convencerse de que no tenía derecho a esperar nada, su corazón no opinaba lo mismo.
-¿Ese puesto está ocupado? -preguntó una voz detrás de ella, grave, familiar.
No hizo falta girarse para saber quién era. La reconocería entre mil voces. Javier.
Se volvió lentamente, encontrándolo allí, con su uniforme de siempre, la mirada encendida por algo que no era solo deseo. Algo más profundo. Más peligroso.
-Desapareciste -fue lo único que dijo ella, sin moverse.
-Estaba en servicio. No podía avisar -respondió él, acercándose sin esperar permiso y sentándose frente a ella-. Pero no dejé de pensar en ti ni un segundo.
La música parecía bajar de volumen, o tal vez era solo que el resto del mundo dejaba de importar cuando él la miraba así. Marina desvió la vista hacia la orilla, buscando refugio en las olas.
-No sé si esto es buena idea, Javier. Mi madre no me dirige la palabra desde que te vio salir conmigo. Antonio vino hoy, inventando cualquier excusa para marcar territorio. Y yo... estoy empezando a sentir que ya no tengo control sobre nada.
-Tú nunca tuviste el control de esto -dijo él, suavemente-. Ni yo. Esto nos pasó. No lo buscamos.
Ella apretó los labios, como si cada palabra que no decía pesara más que las que sí.
-¿Sabes qué es lo peor? -murmuró- Que por primera vez en mucho tiempo, quiero arriesgarme. Pero todo me grita que no lo haga.
Javier estiró una mano y le acarició los nudillos, con una ternura que contrastaba con su presencia imponente.
-Entonces solo mírame -dijo, con voz baja, íntima-. Solo dime que no sientes esto... y me voy. No volveré a ponerte en esta posición.
Marina lo miró. De verdad lo miró. Y el mundo se detuvo un segundo. No podía negarlo. No podía fingir. Así que no lo hizo.
-No quiero que te vayas -susurró.
Y fue como abrir la puerta a una tormenta. Javier se inclinó sobre la mesa rústica y la besó. Un beso contenido, pero cargado de todo lo que no habían podido decir. La música, el murmullo del mar, los sonidos de platos y cubiertos desaparecieron. Solo quedaban ellos dos, latiendo al mismo ritmo.
Cuando él rozó su mano, fue como si el tiempo cambiara de temperatura. Su piel, normalmente fría por la brisa nocturna, ardió bajo el contacto. Los dedos de Javier eran firmes, curtidos, pero su roce fue tan cuidadoso que Marina sintió como si el mundo entero se redujera a ese único punto de contacto.
Una corriente invisible le subió por el brazo, recorriéndola como si despertara algo dormido durante años. No había sido tocada así jamás. No con esa mezcla de reverencia y deseo contenido. Y lo peor -o lo mejor- era que él lo sabía. Javier sabía lo que provocaba.
-Estás temblando -murmuró él, su voz un susurro que la envolvía.
-No estoy temblando -mintió ella, aunque su respiración la delataba-. Es solo el viento.
Javier se inclinó un poco más. El calor de su cuerpo la envolvió, contrastando con la brisa salada del mar. Sus rostros quedaron tan cerca que podía ver la sombra de la barba incipiente en su mandíbula, o cómo sus pestañas bajaban cuando la miraba con esa intensidad devastadora.
-No es el viento, Marina. Eres tú. Soy yo. Es esto -dijo, con la voz apenas audible, rozando sus labios sin llegar a besarlos.
Ella cerró los ojos un segundo, y el mundo le vino encima. La churuata, la arena, el vino, las risas lejanas. Todo se volvió lejano. Solo quedaba el peso invisible de su historia, lo no dicho, lo prohibido.
Porque aunque lo deseaba con todo el cuerpo, con toda el alma, también sentía el juicio ajeno respirándole en la nuca. Los hermanos de Antonio, siempre tan pendientes, ya le habían lanzado miradas cargadas de "te lo dije". Los vecinos del sector, todos habían dado por hecho que ella y Antonio acabarían juntos. Era una verdad no dicha, tejida en silencio, como si su destino ya estuviera escrito desde que Marina pisó el restaurante por primera vez.
Y sin embargo, ahí estaba. Al borde de dejarlo todo atrás por un hombre con el que compartía una chispa tan violenta como inexplicable. Un hombre que, con una sola caricia, hacía que todo lo demás desapareciera.
Javier, por su parte, la miraba con los sentidos en llamas. Cada gesto de Marina era un anzuelo imposible de ignorar. El modo en que bajaba la mirada cuando él se acercaba, cómo contenía la respiración cuando sus dedos se rozaban... lo volvía loco. Y a la vez, lo hacía querer protegerla del mundo entero.
Pero él también lo sabía. Sabía quién era Antonio. Sabía que estaba enamorado de ella. En su primer día patrullando el sector ya le habían advertido, con tono casi amistoso, que Marina "era la novia de Antonio". Que no se metiera donde no lo llamaban.
Y sin embargo, ahí estaba.
-¿Tienes miedo de lo que digan? -preguntó Javier, sin apartar la mirada.
Marina lo pensó un instante. Y respondió con la verdad, sin adornos.
-Sí. Pero tengo más miedo de no saber qué se siente tener esto contigo.
El silencio entre ellos fue denso, palpitante. Luego él se inclinó, cruzando ese pequeño abismo, y casi la besó. Mientras los dedos de Marina se jugaban en su camisa, aferrándose al momento, al único instante que se sentía real.
Y entonces, la voz.
-¿Y esto qué carajo es?
El aire se rompió como vidrio. Antonio. De pie a pocos metros, entre la penumbra y la luz cálida de la churuata, con el rostro contraído, los ojos oscuros y una tensión contenida que gritaba que la calma había terminado.
Marina sintió un vacío en el estómago. El mundo volvió a latir. La brisa ya no era tibia. Era un corte frío.
La guerra, ahora sí, había comenzado.