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El lugar era sencillo, apartado, casi improvisado. Una pequeña playa entre rocas, al borde del último camino asfaltado antes de que comenzara la tierra seca y la maleza.
Javier había dado con ese rincón meses atrás, en una patrulla solitaria, y desde entonces lo usaba para pensar. O para no pensar.
Ese atardecer, con el sol deslizándose lento hacia el agua, lo esperaba sentado sobre una manta vieja que había llevado en el maletero. Tenía una botella de agua, dos empanadas de pescado envueltas en papel, y esa mezcla de ansiedad y anticipación que solo Marina lograba provocarle.
La vio llegar desde lejos, caminando descalza por la arena, con el cabello suelto y una camisa blanca que apenas se agitaba con la brisa. El mar la enmarcaba como una promesa.
-Hola -dijo ella, sin preámbulos.
-Hola -respondió él, levantándose. No sabía si debía abrazarla o no. Si tenía derecho. Si todavía podía.
Pero fue ella quien se acercó primero, quien puso su mano sobre su pecho, justo sobre el lugar donde el corazón parecía golpearle las costillas.
-Necesitaba verte -dijo ella, suave.
-Yo también. Pero esta vez... necesitaba verte lejos de todo. De Antonio. De tu mamá. De las miradas. De los "se supone que" -respondió él, tomándola de la mano.
Marina lo miró a los ojos, seria.
-Te creo. Y por eso estoy aquí.
Se sentaron juntos, con las piernas estiradas hacia el mar, compartiendo la comida sin hablar demasiado al principio. El silencio no pesaba, era cómodo. Casi sanador.
Pero después de unos minutos, Javier rompió la calma:
-Anoche, cuando él me dijo que ibas a verlo... no sabía si ir a buscarte, si confiar, si soltar todo.
-¿Y por qué no lo hiciste? -preguntó ella, sin ironía, solo queriendo entender.
-Porque te creo. Porque aunque tengo miedo, más miedo me da perder lo que estamos construyendo. Por eso no fui.
Marina bajó la mirada. Sacó los pies de la manta y los enterró un poco en la arena tibia.
-Antonio no es una mala persona -dijo ella-, pero siempre supuso que lo nuestro era inevitable. Y yo también lo creí durante mucho tiempo... porque nadie me mostró otra posibilidad. Nadie me hizo sentir lo que tú me haces sentir.
Javier cerró los ojos un segundo. Tragó saliva. Cuando habló, su voz era apenas un hilo:
-¿Y qué es lo que te hago sentir, Marina?
Ella lo miró. Sin pestañear.
-Fuerza. Miedo. Deseo. Vida. Todo eso junto. Como si por fin estuviera decidiendo algo por mí misma. Como si estuviera viva de verdad.
Él sonrió, pequeño. Triste. Feliz. Un poco de todo.
-No soy perfecto. No tengo una historia limpia. Pero contigo quiero hacer las cosas bien. Aunque me duela. Aunque a veces quiera arrancarle la cara a alguien por mirarte como si les pertenecieras.
Ella le acarició la mandíbula, suave, como si tocara algo frágil y fuerte al mismo tiempo.
-No le pertenezco a nadie, Javier. Ni a mi familia. Ni al pasado. Ni a las expectativas de nadie. Si algún día te pertenezco a ti, será porque yo lo elijo. Porque quiero. No por costumbre. No por obligación.
Y en ese instante, no hubo palabras. Solo sus bocas encontrándose otra vez, lentas al principio, pero cargadas de esa mezcla peligrosa de ternura y hambre.
Él la tomó por la cintura, ella se aferró a su nuca, y el mundo volvió a reducirse a eso: a un beso lejos del ruido, lejos de las voces, lejos del juicio.
Después, acostados sobre la manta, con los cuerpos entrelazados y el cielo oscureciéndose sobre sus cabezas, Javier le pasó los dedos por el brazo como si trazara un mapa invisible.
-¿Qué vamos a hacer, Marina?
Ella no respondió enseguida. Se quedó mirando el cielo, como si las estrellas tuvieran la respuesta.
-Vamos a vivir esto. Paso a paso. Aunque nos cueste. Aunque nos duela. Pero no pienso soltar algo que por fin me hace sentir que soy yo.
Javier la besó en la frente, sin prisa. La abrazó más fuerte.
Y esa noche, por primera vez en días, durmió en paz.
Pensamientos de Javier:
Mientras ella dormía recostada sobre su pecho, Javier miró al cielo y pensó en todo lo que estaba en juego. Sabía que el camino no sería fácil. Que Antonio no se rendiría. Que el entorno estaba en su contra. Pero por primera vez en años, sentía que no estaba huyendo.
Con Marina todo dolía más... pero también todo valía más la pena.
"Ella es fuego, y yo... estoy listo para arder."
Pensamientos de Marina:
Con los ojos cerrados, sintiendo el ritmo del corazón de Javier bajo su mejilla, Marina entendió que había cruzado un límite del que no quería volver.
Sabía que la vida no se detendría. Que vendrían reproches, puertas cerradas, palabras duras.
Pero también sabía algo más profundo: "Si amar a este hombre es un error, entonces que me condenen por vivir."