Llegué a los establos. El caballo más rápido, 'Relámpago' , estaba inquieto. Lo monté. No había tiempo para una silla de montar. A pelo. Como en los viejos tiempos. Sentí su fuerza bajo mis muslos. Su poder.
Cabalgamos a toda velocidad. El barro me salpicaba. Las ramas me golpeaban. El viento intentaba derribarme. Pero yo era una con el caballo. Éramos uno.
Mi mente estaba dividida. Una parte de mí quería que Mauricio sufriera. Que experimentara el mismo dolor que él me había causado. Pero otra parte... esa parte, la que él había conquistado con una mentira, aún se negaba a verlo morir. No quería tener su muerte en mi conciencia. Quería saldar mi deuda de una vez por todas.
Recordé el rescate. Aquella vez, hace años. Cuando Mauricio me sacó del río. Mis padres biológicos me habían empujado al agua para que me uniera a la familia Navarro a la fuerza. Yo estaba ahogándome. Él me había salvado. Fui obligada a casarme con él por mi familia en decadencia, la familia Mascaraque. Pero yo creí que él me amaba. Él me había prometido protegerme siempre. Él me había dicho que había sufrido una herida en el hombro al salvarme. Había cargado esa culpa durante años.
Ahora, esta tormenta era mi oportunidad. Mi oportunidad de pagar esa deuda. Mi oportunidad de liberarme de Mauricio. De esta farsa de matrimonio. De la humillación.
Sentí una oleada de frustración. De rabia. Pero también de una extraña determinación. No dejaría que Mauricio muriera. No dejaría que se saliera con la suya. Le salvaría la vida. Y luego, me iría. Para siempre.
Conocía cada sendero. Cada árbol. Cada riachuelo. Era mi hogar. Mi refugio. Mi fuerza. Los Mascaraque me habían enseñado a montar. Me habían enseñado a sobrevivir en la naturaleza. Era mi herencia. Mi verdadera herencia.
Horas después, bajo la intensa lluvia, lo encontré. En el suelo. Cerca de la cascada. Un derrumbe. Rocas. Barro. Mauricio estaba inconsciente. Daniel y Carlos no estaban. Probablemente, huyeron por el miedo.
Me acerqué a él. Su rostro estaba pálido. Su cuerpo, cubierto de heridas. Murmuraba algo. Me agaché. Mi corazón latía con fuerza. ¿Diría mi nombre? ¿Diría que me amaba?
"Felipa... mi Felipa..." , susurró. Su voz era apenas audible. "Mi amor..."
El mundo se paralizó. Mi corazón, que había latido con furia y determinación, se encogió. Se rompió en mil pedazos. De nuevo. Felipa. Siempre Felipa. Él arriesgó su vida por Felipa. No por mí.
Una sonrisa amarga apareció en mis labios. Irónico. Cruel. Él arriesgaba su vida por una mujer que no valía nada. Y yo, aquí, arriesgando la mía por él.
No importaba. La deuda. La deuda era lo único que importaba ahora. No lo dejaría morir. No.
Intenté moverlo. Era pesado. Pero mi determinación era más fuerte. Mi fuerza, inquebrantable.
Justo entonces, un aullido resonó en la noche. Lobos. Era la época de cría. Eran peligrosos. Se acercaban. Podía olerlos.
Mi corazón se aceleró. No por miedo. Sino por el instinto de supervivencia. Mi instinto animal. El que me había enseñado la naturaleza.
Desenvainé mi cuchillo. Que siempre llevaba conmigo. Me puse de pie. Miré a los lobos. Eran cinco. Sus ojos brillaban en la oscuridad. Sus colmillos, afilados.
"¡No se acerquen!" Grité. Mi voz era fuerte. Clara. Llena de rabia.
Los lobos dudaron. Mi figura, alta y fuerte, bajo la lluvia, los intimidó. Pero no se retiraron. Tenían hambre.
Ataqué. No con miedo. Sino con la furia de una leona. Mi cuchillo brilló en la oscuridad. Corté. Herí. Los lobos aullaron. Se retiraron. Pero no antes de que uno de ellos me mordiera el brazo.
El dolor fue intenso. Un dolor agudo. Un dolor familiar. El mismo dolor que Mauricio había fingido cuando me "salvó" . La misma herida. Irónico.
Ignoré el dolor. No había tiempo para eso. Cargué a Mauricio sobre el caballo. Me monté detrás de él. Lo sujeté con fuerza. Relámpago galopó de vuelta a la hacienda.
Llegamos. La luz de la hacienda nos recibió. Todos salieron corriendo. Felipa. Mis padres biológicos. Los amigos de Mauricio. Sus rostros se transformaron en asombro al vernos.
"¡Estrella! ¡Mauricio!" Gritó Felipa. Corrió hacia nosotros. Intentó abrazarlo.
Pero yo ya me estaba resbalando del caballo. Mis fuerzas me abandonaban. El dolor en mi brazo era insoportable. Mi cabeza daba vueltas.
Antes de caer, miré a Felipa. Mis ojos se encontraron con los suyos. "Tuyo. Siempre tuyo" . Murmuré. Luego, todo se volvió negro.
Me desperté en una cama de hospital. La luz blanca. De nuevo. El zumbido familiar. Me dolía el brazo. La cabeza. Todo el cuerpo.
"Estrella, mi amor, ¿cómo te sientes?" La voz de mi madre adoptiva, Elena, me envolvió.
"¿Mauricio... cómo está Mauricio?" Pregunté. Mi voz era débil.
Mi madre me miró con tristeza. "Está bien, mi amor. Se recupera. Está en la habitación 304" .