La semana siguiente no pararon de entrar y salir de casa funcionarios llegados para prepararme para la Selección. Vino una mujer odiosa que aparentemente pensaba que había mentido en la mitad de las cosas de mi solicitud, seguida de un guardia de palacio que repasaba las medidas de seguridad con los soldados que nos destinaron y que le dieron un buen repaso a la casa. Daba la impresión de que, para preocuparse por posibles ataques rebeldes, no hacía falta esperar a llegar a palacio. Estupendo.
Recibimos dos llamadas de una mujer llamada Silvia -que parecía muy desenfadada, pero metódica al mismo tiempo- que quería saber si necesitábamos alguna cosa. De entre las visitas que tuvimos, mi favorito fue un hombre con una perilla que vino a tomarme medidas para el vestuario. Yo no estaba segura de cómo me sentaría llevar constantemente vestidos tan formales como los de la reina, pero esperaba con impaciencia mi cambio de vestuario.
El último de nuestros visitantes vino el miércoles por la tarde, dos días antes de mi partida. Tenía la misión de repasar toda la normativa oficial conmigo. Era increíblemente flaco, tenía el cabello negro y graso peinado hacia atrás y no paraba de sudar. Al entrar en casa, preguntó si había algún lugar donde pudiéramos hablar en privado. Aquello fue el primer indicio de que pasaba algo.
-Bueno, podemos sentarnos en la cocina, si le parece -sugirió mamá.
Él se secó la frente con un pañuelo y miró a May.
-De hecho, cualquier lugar irá bien. Pero creo que deberían pedirle a su hija menor que espere fuera.
¿Qué podía tener que decirnos que May no pudiera oír?
-¿Mamá? -protestó ella, triste por quedarse al margen.
-May, cariño, ve a practicar con tu pintura. Esta última semana has dejado el trabajo un poco de lado.
-Pero...
-Déjame que te acompañe, May -me ofrecí, al ver las lágrimas que asomaban en sus ojos.
Ya en el otro extremo del pasillo, donde nadie nos podía oír, la cogí entre mis brazos y la abracé.
-No te preocupes -le susurré-. Te lo contaré todo esta noche. Te lo prometo.
Hay que reconocer que se controló y no descubrió nuestro acuerdo dando saltitos de alegría como era habitual en ella. Se limitó a asentir en silencio y se fue a su rincón en el estudio de papá.
Mamá preparó té para el flacucho y nos sentamos a la mesa de la cocina para hablar. El hombre colocó un montón de papeles y una pluma junto a otra carpeta que llevaba mi nombre. Dispuso todas sus cosas ordenadamente y dijo:
-Siento ser tan reservado, pero hay algunas cosas que tenemos que tratar y que quizá no sean aptas para los oídos de los niños.
Mamá y yo cruzamos una mirada fugaz.
-Señorita Singer, esto puede sonar algo duro, pero, desde el viernes pasado, se la considera a usted propiedad de Illéa. A partir de ahora tiene la obligación de cuidar su cuerpo. Traigo varios informes para que los firme mientras la voy informando. Debo decirle que cualquier incumplimiento de los requisitos por su parte supondrá su eliminación inmediata de la Selección. ¿Lo comprende?
-Sí -respondí, recelosa.
-Muy bien. Empecemos con lo fácil. Esto son vitaminas. Como es usted una Cinco, supongo que no siempre ha tenido acceso a la nutrición necesaria. Debe tomarse una de estas al día. Ahora tiene que hacerlo por su cuenta, pero en palacio tendrá a alguien que la ayudará.
Me pasó un gran frasco por encima de la mesa, junto a un impreso que tuve que firmar a modo de recibo. Tuve que contenerme la risa. ¿Quién necesita ayuda para tomarse una píldora?
-Aquí tengo el informe de su médico. No hay nada de lo que preocuparse. Parece que está usted en perfecto estado de salud, aunque me dice que no ha dormido bien últimamente. ¿Es así?
-Bueno..., es de la emoción. Me ha costado un poco dormir -alegué.
Y no era mentira del todo. Los días eran un torbellino de preparativos para el palacio, pero de noche, cuando estaba tranquila, pensaba en Aspen. En aquellos momentos no podía evitar que su recuerdo me invadiera, y lo cierto es que me costaba mucho pensar en otra cosa.
-Ya veo. Bueno, puedo hacer que le traigan algo para ayudarla a dormir esta misma noche, si lo desea. Queremos que esté bien descansada.
-No, yo...
-Sí -me interrumpió mamá-. Lo siento, cariño, pero pareces agotada. Por favor, consígale esos somníferos.
-Sí, señora -concedió el flacucho, que hizo otra anotación en mi informe-. Vamos a otra cosa. Bueno, sé que es algo personal, pero tengo que hablar del tema con todas las participantes, así que le ruego que no sea tímida -hizo una pausa-. Necesito que me confirme que es usted virgen.
Mamá puso unos ojos como platos. Así que ese era el motivo por el que May no podía estar presente.
-¿Lo dice en serio?
No podía creerme que hubieran enviado a alguien para eso. Al menos podrían haber enviado a una mujer...
-Me temo que sí. Si no lo es, tenemos que saberlo inmediatamente.
Increíble. Y con mi madre ahí delante.
-Conozco la ley, señor. No soy tonta. Claro que soy virgen.
-Piénselo bien, por favor. Si se descubre que miente...
-¡Por amor de Dios, America nunca ha tenido siquiera novio! -exclamó mamá.
-Así es -añadí, esperando así poner fin al tema.
-Muy bien. Pues necesito que firme este impreso para confirmar su declaración.
Puse los ojos en blanco, pero obedecí. Estaba orgullosa de mi país, Illéa, más aún teniendo en cuenta que aquel mismo territorio había quedado prácticamente reducido a escombros, pero tantas normas empezaban a sofocarme, como si fueran cadenas invisibles que me ataran. Leyes sobre a quién podías querer, papeles que certificaran tu virginidad... Era exasperante.
-Tenemos que repasar una serie de normas. Son bastante sencillas, y no deberían suponerle ningún esfuerzo. Si tiene alguna pregunta, no dude en hacerla.
Levantó la vista de su montón de documentos y estableció contacto visual conmigo.
-Lo haré -murmuré.
-No puede abandonar el palacio por voluntad propia. Tiene que ser el príncipe quien la descarte. Ni siquiera el rey o la reina pueden despedirla. Ellos pueden decirle al príncipe que no es de su agrado, pero es él quien toma la última decisión sobre quién se queda y quién se va.
»No hay un tiempo límite para la Selección. Puede ser cuestión de días o de
años.
-¿Años? -reaccioné, consternada. La idea de estar lejos tanto tiempo me horrorizaba.
-No hay de qué preocuparse. Es improbable que el príncipe alargue mucho el proceso. En este momento se espera que se muestre decidido, y alargar la Selección no le daría buena imagen. Pero si decidiera hacerlo, se le exigirá que se quede todo el tiempo que necesite el príncipe para hacer su elección.
El miedo debió de reflejárseme en el rostro, porque mamá alargó la mano y cogió la mía. El flacucho, en cambio, permaneció impasible.
-Usted no decide cuándo se encontrará con el príncipe. Será él quien la busque para sus encuentros a solas si lo desea. Si se encuentra en un evento social y él está presente, es diferente. Pero usted no debe presentarse ante él sin ser invitada.
»Aunque nadie espera que usted se lleve bien con las otras treinta y cuatro participantes, no debe pelearse con ellas ni sabotearlas. Si se descubre que le ha puesto la mano encima a otra participante, que le ha provocado alguna tensión, que le ha robado algo o que ha hecho cualquier cosa que pueda afectar a su relación personal con el príncipe, estará en sus manos el echarla al momento.
»Su única relación romántica será con el príncipe Maxon. Si se la descubre escribiendo notas de amor a otra persona del exterior o manteniendo una relación con alguna otra persona en palacio, se considerará un acto de traición, castigable con la muerte.
Mamá puso cara de que aquello era una gran tontería, pero a mí era la única norma que me preocupaba de verdad.
-Si se descubre que ha infringido alguna de las leyes nacionales, recibirá el castigo correspondiente a la ofensa. Su estatus como seleccionada no la sitúa por encima de la ley.
»No debe llevar prenda alguna ni comer nada que no se le proporcione en palacio. Esa es una norma de seguridad y se aplicará estrictamente.
»Los viernes estará presente en todas las emisiones del Capital Report. Para la ocasión, pero siempre con aviso previo, puede haber cámaras o fotógrafos en palacio, y usted se mostrará amable y les hará partícipes de su estilo de vida y su relación con el príncipe.
»Por cada semana que permanezca en palacio, su familia recibirá una compensación. Yo le daré su primer talón hoy mismo. Por otra parte, si tuviera que abandonar el palacio, nuestros ayudantes la ayudarán a encarrilar su vida tras la Selección. Su ayudante personal la asistirá en los preparativos finales antes de dejar el palacio, y la ayudará a buscar una nueva vivienda y un empleo posteriormente.
»Si llegara a situarse entre las diez últimas finalistas, se la considerará miembro de la élite. Una vez que alcance ese estatus, tendrá que aprender el funcionamiento interno de la vida y de las obligaciones que podría tener como princesa. No se le permitirá acceder a esa información hasta entonces.
»Desde este momento, es usted una Tres.
-¿Una Tres? -exclamamos mamá y yo a la vez.
-Sí. Tras la Selección, a las chicas les cuesta volver a su antigua vida. Las Doses y las Treses lo llevan bien, pero las Cuatros o inferiores suelen tener dificultades. Ahora es usted una Tres, pero el resto de los miembros de su familia siguen siendo Cincos. Si ganara, usted y todos los miembros de su familia se convertirían en Unos, como parte de la familia real.
-Unos -dijo mamá, pero la palabra apenas fue un murmullo.
-Y si llegara al final, se casará con el príncipe Maxon y se convertirá en la princesa de Illéa, con lo que adquiriría todos los derechos y responsabilidades que conlleva el título. ¿Lo entiende?
-Sí -esa parte, por muy grandilocuente que sonara, era la más fácil de soportar.
-Muy bien. Si tiene la bondad, firme este documento justificante de que ha oído todas las normas oficiales, y usted, señora Singer, firme este recibo conforme le ha sido entregado el talón, por favor.
No vi la cantidad, pero sus ojos reaccionaron positivamente. Me entristecía la idea de marcharme, pero estaba segura de que, aunque me echaran al día siguiente, aquel talón nos proporcionaría suficiente dinero para vivir de un modo desahogado todo un año. Y cuando volviera, todo el mundo querría oírme cantar.
Tendría mucho trabajo. Pero ¿se me permitiría cantar siendo una Tres? Si tuviera que escoger una de las profesiones propias de una Tres..., quizá me gustaría ser profesora. Al menos así podría enseñar música a otros.
El flacucho recogió todos sus papeles y se puso en pie para marcharse. Nos dio las gracias por nuestro tiempo y por el té. Ya solo tendría que encontrarme con un funcionario más antes de mi partida, y sería mi asistente personal, la persona que me ayudaría a prepararme hasta el momento de salir hacia el aeropuerto. Y luego..., luego estaría sola.
Nuestro invitado me pidió que le acompañara a la puerta, y mamá accedió, ya que ella quería empezar a preparar la cena. A mí no me gustaba estar a solas con él, pero solo era un momento.
-Una cosa más -dijo el flacucho, con la mano en el pomo de la puerta-. Esto no es exactamente una norma, pero haría bien en tenerlo en cuenta: cuando se le invite a hacer algo con el príncipe Maxon, no se niegue, sea lo que sea. Cenas, salidas, besos (más que besos), lo que sea. No le diga que no.
-¿Disculpe?
¿El mismo hombre que me había hecho firmar para certificar mi pureza estaba sugiriéndome que dejara que Maxon me la arrebatara si lo deseaba?
-Sé que suena... indecoroso. Pero no le conviene rechazar al príncipe bajo ninguna circunstancia. Buenas noches, señorita Singer.
Me sentí asqueada. La ley, la ley de Illéa, dictaba que había que esperar hasta el matrimonio. Era un modo efectivo de controlar las enfermedades, y ayudaba a mantener el sistema de castas. Los ilegítimos acababan en la calle, convertidos en Ochos; si te descubrían, fuera porque alguien se chivara o por el propio embarazo, te condenaban a la cárcel. Solo con que alguien sospechara, podías pasarte unas noches en el calabozo. Sí, aquello había limitado mi intimidad con la persona a la que amaba, y no me había resultado fácil. Pero ahora que Aspen y yo habíamos roto, estaba contenta de haberme visto obligada a reservarme.
Estaba furiosa. ¿Acaso no me habían hecho firmar una declaración aceptando que se me castigaría si infringía la ley de Illéa? Yo no estaba por encima de la ley; eso es lo que había dicho aquel hombre. Pero aparentemente el príncipe sí. Me sentía sucia, más inmunda que una Ocho.
-America, cariño, es para ti -anunció mamá, con voz alegre.
Yo ya había oído el timbre de la puerta, pero no tenía ninguna prisa por responder. Si era otra persona pidiendo un autógrafo, no podría soportarlo.
Recorrí el pasillo y giré la esquina. Y allí estaba Aspen, con un ramo de flores silvestres.
-Hola, America -saludó, con un tono comedido, casi profesional.
-Hola, Aspen -repuse, apenas sin voz.
-Esto te lo envían Kamber y Celia. Querían desearte buena suerte -se acercó y me dio las flores. Flores de sus hermanas, no suyas.
-¡Qué encantos! -exclamó mamá.
Casi me había olvidado de que estaba en la sala.
-Aspen, me alegro de que hayas venido -dije, intentando poner una voz tan neutra como la suya-. Haciendo las maletas he dejado la habitación hecha un asco. ¿Me quieres ayudar a limpiar?
Con mi madre allí mismo, no pudo negarse. Como norma general, los Seises no rechazaban ningún trabajo. En eso éramos iguales.
Aspen exhaló por la nariz y asintió.
Me siguió a cierta distancia hasta la habitación. Pensé en la de veces que había deseado aquello: que Aspen se presentara en la puerta de casa y entrara hasta mi habitación. Pero las circunstancias no podían ser peores.
Abrí la puerta de mi cuarto y me quedé en el umbral. Aspen soltó una carcajada.
-¿Quién te ha hecho las maletas? ¿Un perro?
-¡Cállate! Me ha costado un poco encontrar lo que buscaba -protesté. Y sonreí a mi pesar.
Él se puso manos a la obra, poniendo las cosas en su sitio y doblando ropa.
Yo le ayudé, por supuesto.
-¿No te vas a llevar nada de toda esta ropa? -susurró.
-No. A partir de ahora me visten ellos.
-Oh, vaya.
-¿Están decepcionadas tus hermanas?
-En realidad no -dijo, meneando la cabeza-. En cuanto vieron tu cara en la tele, toda la casa se volvió una fiesta. Siempre les has encantado. A mi madre en particular.
-Adoro a tu madre. Siempre se ha portado estupendamente conmigo.
Pasaron unos minutos en silencio, mientras mi habitación volvía a su estado normal.
-Tu foto... Estabas absolutamente preciosa.
Me dolió que me dijera que estaba guapa. No era justo. No después de todo lo que había hecho.
-Fue por ti -susurré.
-¿Cómo?
-Pues que... pensaba que ibas a declararte muy pronto -dije, con la voz rota.
Aspen se quedó en silencio un momento, buscando las palabras.
-Me lo había planteado, pero ahora ya no importa.
-Sí que importa. ¿Por qué no me lo dijiste?
Se frotó el cuello, indeciso.
-Estaba esperando.
-¿El qué?
No me imaginaba qué podía estar esperando.
-El Sorteo.
Aquello sí lo entendía. No estaba claro qué era mejor: si ser llamado a filas o no. En Illéa, todos los chicos de diecinueve años entraban en el Sorteo. Se escogía un nuevo reemplazo por sorteo dos veces al año, de modo que todos los reclutas llegaran como máximo con diecinueve años y medio. Y el servicio obligatorio iba desde los diecinueve años a los veintitrés. La fecha se acercaba.
Habíamos hablado del tema, pero no de un modo realista. Supongo que ambos esperábamos que, si no pensábamos en ello, el Sorteo también nos pasaría por alto a nosotros.
Lo bueno de ser un soldado es que se pasaba automáticamente a ser un Dos.
El Gobierno te entrenaba y te pagaba el resto de tu vida. Lo malo era que nunca sabías dónde podías ir a parar. Lo que estaba claro era que te enviaban fuera de tu provincia. Suponían que los soldados se volverían más indulgentes rodeados de los conocidos, tratando con ellos. Podías acabar en palacio o en el cuerpo de policía de otra provincia. O podías terminar en el Ejército, y podían enviarte al frente. No muchos de los que iban a la guerra regresaban a casa.
Los que no se habían casado antes del sorteo casi siempre se esperaban al resultado. Si te tocaba, en el mejor de los casos suponía separarte de tu esposa cuatro años. Y en el peor, dejar una viuda muy joven.
-Yo... No quería hacerte eso -susurró.
-Lo entiendo.
Se puso en pie, intentando cambiar de tema.
-Bueno, ¿y qué te llevas?
-Una muda para ponerme cuando me echen. Unas cuantas fotos y libros.
Me han dicho que no necesitaré mis instrumentos. Todo lo que quiera lo tendré allí. Así que solo llevo esa mochila, nada más.
Ahora la habitación estaba ordenada, y por algún motivo la pequeña mochila parecía enorme. Las flores que había traído, colocadas sobre el escritorio, presentaban un gran colorido en comparación con mis cosas, todas de tonos apagados. O quizá fuera que todo me parecía más triste ahora..., ahora que todo había acabado.
-No es mucho -observó.
-Nunca he necesitado demasiado para ser feliz. Pensé que lo sabías.
Él cerró los ojos.
-No sigas, America. Hice lo correcto.
-¿Lo correcto? Aspen, me hiciste creer que podíamos hacerlo. Hiciste que te quisiera. Y luego me convenciste para que me presentara a este maldito concurso. ¿Sabes que prácticamente me han convertido en un juguete de Maxon?
Él se giró de golpe y me observó.
-¿Qué?
-No se me permite decirle que no... a «nada».
Aspen parecía asqueado, furioso. Apretó los puños.
-Incluso..., incluso si decide no casarse contigo... ¿Podría...?
-Sí.
-Lo siento. No lo sabía -dijo, y respiró intensamente unas cuantas veces-. Pero si te elige..., eso estaría bien. Te mereces ser feliz.
Aquello fue demasiado. Le di una bofetada.
-¡Idiota! -le espeté, entre gritando y susurrando-. ¡Le odio! ¡Yo te quería a ti! ¡Quería estar contigo! ¡Todo lo que he deseado en mi vida eres tú!
Los ojos se le llenaron de lágrimas, pero no me importaba. Ya me había hecho bastante daño, y ahora le tocaba a él.
-Debería irme -dijo, y se dispuso a salir.
-Espera. No te he pagado.
-America, no tienes que pagarme.
Y reemprendió el camino hacia la puerta.
-¡Aspen Leger, no te atrevas a dar un paso más! -solté, con furia.
Se detuvo y por fin me prestó atención.
-Veo que ya estás practicando para cuando seas una Uno -si no hubiera sido por sus ojos, habría pensado que aquello era una broma, no un insulto.
Sacudí la cabeza y me dirigí a mi escritorio. Saqué todo el dinero que había ganado yo sola, y puse hasta el último céntimo en sus manos.
-America, no voy a aceptar esto.
-Y un cuerno. Claro que vas a aceptarlo. Yo no lo necesito, y tú sí. Si alguna vez me has querido lo más mínimo, lo aceptarás. Tu orgullo ya nos ha hecho bastante daño a los dos.
Sentí que algo en su interior se apagaba. Dejó de resistirse.
-Vale.
-Y toma -metí una mano detrás de la cama, saqué mi frasquito de céntimos y se lo vacié en la mano. Un céntimo rebelde que debía de estar pegajoso se quedó pegado al fondo-. Estas monedas siempre han sido tuyas. Deberías usarlas.
Ahora ya no tenía nada suyo. Y cuando la desesperación le hiciera gastarse aquellos céntimos, él tampoco tendría nada mío. Sentí que, de pronto, afloraba el dolor. Los ojos se me llenaron de lágrimas. Tuve que respirar hondo para contener el llanto.
-Lo siento, Mer. Buena suerte -dijo. Se metió los billetes y los céntimos en los bolsillos y salió a toda prisa.
No era así como pensaba que lloraría. Me esperaba grandes sollozos desesperados, no lágrimas lentas y minúsculas.
Quise dejar el frasquito en el estante, pero volví a ver aquel céntimo dentro.
Metí el dedo en el frasco y lo despegué. Repiqueteó contra el vidrio. Era un sonido hueco, y sentí el eco en el interior de mi pecho. Sabía que, para bien o para mal, no me habría librado del todo de Aspen; todavía no. Quizá no lo hiciera nunca. Abrí la mochila, metí el frasquito y la cerré de nuevo.
May asomó la cabeza por la puerta. Decidí tomarme una de aquellas estúpidas píldoras. Me dormí con ella en brazos. Por fin pude olvidarme de todo por un rato.