Entré a gatas en la casa del árbol, que no era mucho más que un cubo de dos por dos metros en el que ni siquiera Gerad podría permanecer de pie. Pero a mí me encantaba. Había una abertura por la que te podías colar reptando y un ventanuco en la pared contraria. Yo había colocado un viejo taburete en un rincón para que
sirviera de soporte para la vela, y una alfombrilla que estaba tan vieja que apenas suponía una mejora en comparación con sentarse sobre los tablones. No era gran cosa, pero era mi refugio. Nuestro refugio.
-No me llames «preciosa», te lo pido por favor. Primero mi madre, luego May, ahora tú. Empieza a ponerme de los nervios -dije.
Pero por el modo en que me miraba Aspen, estaba claro que aquello no me estaba ayudando en mi defensa del caso «No soy guapa». Sonrió.
-No puedo evitarlo. Eres lo más precioso que he visto nunca. No puedes echarme en cara que te lo diga en la única ocasión que se me presenta -se acercó y me cogió la cara entre las manos, y pude ver en lo más profundo de sus ojos.
No hizo falta más. Sus labios ya estaban sobre los míos, y yo no podía pensar en nada más. Lejos quedaban la Selección, las discusiones familiares y hasta la propia Illéa. Solo estaban las manos de Aspen sobre mi espalda, guiándome hacia él, y su aliento sobre mis mejillas. Las manos se me fueron a su negro cabello, aún húmedo por la ducha -siempre se duchaba por la noche-, y se enredaron en un nudo perfecto. Olía al jabón casero que hacía su madre. Aquel olor me hacía soñar. Nos separamos, y no pude reprimir una sonrisa.
Me senté de lado, como una niña en busca de mimos.
-Siento no estar de mejor humor. Es solo que... hoy hemos recibido esa estúpida carta.
-Ah, sí, la carta -suspiró Aspen-. Nosotros recibimos dos.
Claro. Las gemelas acababan de cumplir los dieciséis.
Aspen estudió mi rostro mientras hablaba. Hacía eso cuando estábamos juntos, como si estuviera refrescando la imagen de mi rostro que guardaba en su memoria. Había pasado más de una semana, y ambos estábamos nerviosos cuando pasaban unos cuantos días.
Yo también lo escruté. Aspen era, con mucho, el tipo más atractivo de cualquier casta en toda la ciudad. Tenía el cabello oscuro y los ojos verdes, y aquella sonrisa que te hacía pensar que ocultaba un secreto. Era alto, pero no demasiado. Delgado, pero no demasiado. Observé a la pálida luz de la vela que tenía unas ojeras apenas perceptibles bajo los ojos; sin duda aquella semana habría estado trabajando hasta tarde. Su camiseta negra estaba desgastada por varios sitios hasta el límite de la rotura, igual que los raídos vaqueros que llevaba casi todos los días.
Ojalá pudiera sentarme a remendárselos. Aquella era mi gran ambición. No ser la princesa de Illéa, sino la de Aspen.
Me dolía estar lejos de él. Algunos días me volvía loca preguntándome qué estaría haciendo. Y cuando no podía soportarlo más, me centraba en mi música. En realidad, Aspen era el responsable de la calidad de mi música. Se me iba la cabeza pensando en él.
Y eso era malo.
Aspen era un Seis. Los Seises eran criados y solo estaban un peldaño por encima de los Sietes, de los que se diferenciaban por una mejor educación y por su preparación para trabajar en el interior de las casas. Aspen era más listo de lo que la gente se imaginaba, además de terriblemente atractivo, pero era muy raro que una mujer se casara con alguien de una casta inferior. Un hombre así podía pedirte la mano, pero era raro que la chica aceptara. Y cuando dos personas de castas diferentes decidían casarse, tenían que rellenar un montón de papeleo y esperar unos tres meses antes de poder proceder con los siguientes trámites legales. Había oído decir más de una vez que aquello era para que la gente tuviera tiempo para
pensárselo. De modo que aquel encuentro tan personal entre nosotros, ya pasado el toque de queda en Illéa..., podríamos buscarnos graves problemas. Por no mencionar la bronca que me echaría mi madre.
Pero yo quería a Aspen: hacía ya casi dos años que le amaba. Y él me quería a mí. Con él ahí delante, acariciándome el pelo, no podía imaginarme siquiera entrar en la Selección. Yo ya estaba enamorada.
-¿A ti qué te parece? La Selección, quiero decir.
-Está bien, supongo. Tendrá que buscarse una chica «de algún modo», el pobre -contestó, y en su voz detecté una nota de sarcasmo.
Pero necesitaba saber qué opinaba.
-Aspen...
-Vale, vale. Bueno, una parte de mí piensa que es algo triste. ¿Es que el príncipe no sale con chicas? Quiero decir... ¿De verdad no puede conseguir a «ninguna»? Si intentan casar a las princesas con otros príncipes, ¿por qué no hacen lo mismo con él? Por ahí debe de haber alguna chica de familia real que valga la pena. No lo entiendo. Eso, por una parte.
»Pero luego... -suspiró-. En parte también me parece una buena idea. Es emocionante. Va a enamorarse a la vista de todo el mundo. Y me gusta la idea de que alguien consiga un futuro feliz así. Cualquiera podría ser nuestra próxima
reina. En cierto modo es esperanzador. Me hace pensar que quizá yo también un día pueda tener ante mí un futuro feliz.
Sus dedos resiguieron mis labios. Aquellos ojos verdes escrutaron el interior de mi alma, y sentí aquella chispa que nos unía y que no había compartido con nadie más. Yo también quería nuestro futuro feliz.
-¿De modo que has animado a las gemelas a que se presenten?
-Sí. Bueno, todos hemos visto al príncipe alguna vez; parece un tipo bastante correcto. O sea, será un remilgado, desde luego, pero parece agradable. Y las chicas están deseosas; es de lo más gracioso. Cuando he llegado a casa esta tarde, estaban bailando. Y desde luego no se puede negar que sería positivo para la familia. Mamá se muestra esperanzada porque en nuestra casa tenemos dos oportunidades, en lugar de solo una.
Aquella era la primera buena noticia que oía sobre aquella horrible competición. Era increíble: me había centrado tanto en mí misma que ni siquiera había pensado en las hermanas de Aspen. Si una de ellas iba, si una de ellas ganaba...
-Aspen, ¿te das cuenta de lo que significaría eso? Si Kamber o Celia ganaran...
Él me abrazó aún más fuerte y me rozó la frente con los labios. Su mano me recorría la espalda arriba y abajo.
-No he pensado en otra cosa en todo el día -dijo.
El sonido descarnado de su voz se imponía a cualquier otro pensamiento. Yo solo deseaba que Aspen me tocara, que me besara. Y ese era exactamente el rumbo que tomaba la noche, pero su estómago rugió y me devolvió a la realidad.
-Eh, he traído algo para picar -anuncié, como quien no quiere la cosa.
-¿Ah, sí?
Noté que intentaba disimular su ansiedad, pero no lo conseguía del todo.
-Te encantará este pollo; lo he preparado yo misma.
Recuperé mi hatillo y se lo acerqué a Aspen, que -hay que reconocerlo- mordisqueó la comida sin prisas. Yo le di un bocado a la manzana de modo que él tuviera la impresión de que era para los dos, pero luego la dejé para que él se comiera el resto.
Si en nuestra casa la comida era una preocupación, en la de Aspen era un desastre. Él tenía trabajo de un modo mucho más continuado que el nuestro, pero le pagaban bastante menos. Nunca tenían suficiente comida para toda la familia.
Era el mayor de siete hermanos, e, igual que yo había tenido que contribuir en cuanto pude, Aspen también había tenido que hacerlo. De la poca comida que tenían, él les cedía su parte a sus hermanos menores y a su madre, que siempre estaba agotada de tanto trabajar. Su padre había muerto tres años atrás, y la familia de Aspen dependía de él para casi todo.
Observé con satisfacción que chupaba los restos de especias del pollo pegadas a los dedos y que luego se comía el pan. A saber cuánto hacía que no probaba bocado.
-Eres una cocinera excelente. Vas a hacer muy feliz... a alguien, algún día, alguien que se volverá muy gordo -dijo, con la boca medio llena de manzana.
-Voy a hacerte «a ti» muy feliz... y te pondrás muy gordo. Ya lo sabes.
-¡Ah, eso de ponerse gordo...!
Nos reímos. Me contó lo que había hecho desde la última vez que nos habíamos visto. Había estado con trabajos de oficina para una de las fábricas, algo que iba a durar toda la semana siguiente. Su madre por fin había conseguido trabajo estable limpiando las casas de algunos Doses de nuestra zona. Las gemelas estaban tristes porque su madre las había obligado a dejar las clases de teatro a las que asistían después del colegio, para que pudieran trabajar más.
-Voy a ver si puedo conseguir algo de trabajo los domingos, para ganar un poco más de dinero. Odio que tengan que dejar algo que les gusta tanto -dijo, y lo hizo con un tono de esperanza en la voz, como si realmente pudiera hacerlo.
-¡Aspen Leger, no te atrevas a hacerlo! Ya trabajas demasiado.
-Venga, Mer -me susurró al oído, y aquello me produjo un escalofrío-. Ya sabes cómo son Kamber y Celia. Necesitan estar rodeadas de gente. No pueden estar encerradas limpiando y escribiendo todo el rato. No son así, por naturaleza.
-Pero no es justo que esperen que tú lo hagas todo, Aspen. Sé lo que sientes por tus hermanas, pero tienes que cuidarte. Si de verdad las quieres, tendrías que cuidar mejor a la persona de la que dependen.
-No te preocupes, Mer. Creo que hay buenas perspectivas en el horizonte. No estaré haciéndolo eternamente.
Pero sí que lo haría, pues su familia siempre necesitaría dinero.
-Aspen, sé que podrías hacerlo. Pero no eres un superhéroe. No puedes pretender ser capaz de proporcionarles todo a todas las personas a las que quieres. Es que... no puedes hacerlo todo.
Nos quedamos un momento en silencio. Yo esperaba que hubiera interiorizado mis palabras, consciente de que, si no bajaba el ritmo, acabaría agotado. Que un Seis, un Siete o un Ocho muriera de agotamiento no sería nada nuevo. Aquello no podría soportarlo. Me apreté aún más contra su pecho, intentando borrar aquella imagen de mi cabeza.
-¿America?
-¿Sí?
-¿Vas a participar en la Selección?
-¡No! ¡Por supuesto que no! No quiero que nadie piense que me pudiera plantear siquiera casarme con un extraño. Yo te quiero a ti -contesté con vehemencia.
-¿Quieres ser una Seis? ¿Vivir eternamente con hambre? ¿Con preocupaciones? -preguntó.
Detectaba el dolor en su voz, pero también la pregunta de fondo: si tuviera que escoger entre dormir en un palacio con servicio o en un piso de tres habitaciones con toda la familia de Aspen, ¿con qué me quedaría?
-Aspen, saldremos adelante. Somos listos. Estaremos bien -respondí, deseando de verdad que así fuera.
-Sabes que no va a ser así, Mer. Yo tendré que seguir manteniendo a mi familia. No soy de los que abandonan a la gente -dijo, y yo me agité ligeramente entre sus brazos-. Y si tuviéramos hijos...
-Cuando tengamos hijos. Y tendremos que tener cuidado con eso: ¿quién dice que debemos tener más de dos?
-¡Tú sabes que eso no es algo que podamos controlar! -replicó, y observé la rabia que se acumulaba en su voz.
No podía culparlo. Si tenías suficiente dinero, disponías de medios de planificación familiar. Pero si eras un Cuatro o de una casta inferior, te dejaban que te las apañaras por tu cuenta. Aquello había sido por lo que más habíamos discutido durante los últimos seis meses, cuando habíamos empezado a buscar en serio un modo de estar juntos. Los niños eran un riesgo. Cuantos más tenías, más había para trabajar. Pero también más bocas hambrientas que alimentar...
Volvimos a quedarnos en silencio, sin saber muy bien qué decir. Aspen era una persona apasionada; solía dejarse llevar un poco cuando discutía. Había ido aprendiendo a controlarse antes de llegar al punto de enfadarse, y yo sabía que eso era precisamente lo que estaba haciendo en aquel momento.
No quería que se preocupara ni que se enfadara; de verdad pensaba que podríamos arreglárnoslas. Si planeábamos bien todo lo que podíamos controlar, podríamos soportar todo lo demás. Quizá fuera demasiado optimista, o tal vez estuviera demasiado enamorada, pero realmente creía que Aspen y yo podríamos lograr cualquiera cosa que deseáramos con fuerza.
-Creo que deberías hacerlo -dijo él de pronto.
-¿Hacer qué?
-Participar en la Selección. Creo que deberías hacerlo.
Me lo quedé mirando fijamente.
-¿Has perdido la cabeza?
-Mer, escúchame -respondió, con la boca junto a mi oreja. No era justo; sabía que eso me distraía. Cuando su voz salió por fin, era como una suave y lenta caricia, como si me estuviera diciendo algo romántico, aunque en realidad se tratara de todo lo contrario-. Si tuvieras la ocasión de conseguir algo mejor que esto y la perdieras por mi culpa, nunca me lo perdonaría. No podría soportarlo.
Solté un soplido airado.
-Esto es ridículo. Piensa en los miles de chicas que participarán. Ni siquiera me escogerán.
-Si estás tan segura de que no te escogerán, ¿cuál es el problema? -ahora sus manos me frotaban los brazos arriba y abajo. No podía discutir cuando me hacía aquello-. Lo único que quiero es que te presentes. Solo quiero que lo pruebes. Y si vas, pues vas. Y si no, pues al menos no tendré que reprocharme habértelo impedido.
-Pero yo no le quiero, Aspen. Ni siquiera me gusta. Ni siquiera lo conozco.
-Nadie lo conoce. De eso se trata, aunque quizá llegue a gustarte.
-Aspen, para. Yo te quiero a ti.
-Y yo a ti -contestó, y me besó lentamente para dejarlo bien claro-. Y si me quieres, lo harás para que no me vuelva loco preguntándome lo que habría podido ser.
Cuando hacía que algo tuviera que ver con él, me dejaba sin defensa. Porque no podía hacerle daño. Hacía todo lo que podía para hacerle la vida más fácil. Y yo tenía razón: no había ninguna posibilidad de que me cogieran. Así que tendría que pasar por todo aquello, contentarlos a todos y, cuando vieran que no me escogían, por fin dejarían de darme la lata.
-¿De acuerdo? -me dijo al oído, con un suspiro.
Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo.
-Está bien -susurré-. Lo haré. Pero que sepas que no quiero ser ninguna princesa. Lo único que deseo es ser tu esposa.
Me acarició el pelo.
-Lo serás.
Debió de ser la luz... o la falta de ella, porque juraría que los ojos se le llenaron de lágrimas al decir aquello. Aspen había pasado muchas cosas, pero solo le había visto llorar una vez, cuando habían azotado a su hermano en la plaza. El pequeño Jemmy había robado algo de fruta de un carro del mercado. Un adulto habría sido sometido a un breve juicio y, luego, dependiendo del valor del material robado, o le habrían mandado a la cárcel, o lo habrían sentenciado a muerte.
Jemmy solo tenía nueve años, así que fue azotado. La madre de Aspen no tenía dinero suficiente para llevarle a un buen médico, así que Jemmy se había quedado con la espalda llena de cicatrices tras aquel incidente.
Aquella noche esperé junto a mi ventana para ver si Aspen trepaba a la casa del árbol. Cuando lo hizo, salí a hurtadillas y fui con él. Lloró en mis brazos durante una hora, lamentándose por que si hubiera trabajado más, si lo hubiera hecho mejor, Jemmy no habría tenido que robar, y por lo injusto que era que el crío hubiera tenido que sufrir aquello por su fracaso.
Me producía un dolor terrible, porque no era cierto. Pero no podía decírselo; no me escucharía. Aspen se echaba a la espalda la responsabilidad de todas las necesidades de sus seres queridos. De algún modo, milagrosamente, me había convertido en una de esas personas. Así que intentaba que mi carga fuera lo más ligera posible.
-¿Quieres cantarme? ¿Algo bueno para que me acompañe en el sueño?
Sonreí. Me encantaba cantarle canciones. Así que me situé a su lado y le canté una suave nana.
Me dejó cantar unos minutos hasta que sus dedos empezaron a moverse descuidadamente por debajo de mi oreja. Me abrió un poco la camisa y me besó por el cuello y las orejas. Luego me levantó la manga corta y me besó el brazo hasta donde alcanzó, hasta dejarme sin respiración. Casi cada vez que le cantaba, hacía aquello.
Supongo que le gustaba más oír mi respiración entrecortada que las propias canciones.
Al poco ya estábamos uno encima del otro sobre la sucia y fina alfombrilla.
Aspen tiró de mí, echándome sobre su cuerpo, y yo le acariciaba el desaliñado pelo con los dedos, hipnotizada por la sensación de tenerlo entre los dedos. Me besó con fervor, con fuerza. Sentí sus manos, que recorrían mi cintura, mi espalda, mis caderas, mis muslos. Siempre me sorprendía que no me dejara cardenales por todo el cuerpo con la presión de los dedos.
Íbamos con cuidado, y siempre nos deteníamos antes de llegar a lo que realmente deseábamos. Violar el toque de queda ya era suficiente riesgo. Aun así, con todas nuestras limitaciones, no podía imaginarme que hubiera alguien en Illéa
más apasionado que nosotros.
-Te quiero, America Singer. Y te querré toda la vida -dijo aquello con una profunda emoción en la voz, y me pilló desprevenida.
-Te quiero, Aspen. Siempre serás mi príncipe.
Y me besó hasta que la vela se consumió.
Debieron de pasar horas. Me pesaban los ojos. A Aspen nunca le preocupaba lo que durmiera él, pero mostraba una preocupación continua por mi descanso.
Así que, resignada, bajé la escalera con mi plato y mi céntimo.
Cuando cantaba, Aspen disfrutaba, le encantaba. De vez en cuando, cuando tenía algo de dinero, me daba un céntimo en pago por mi canción. Pero si había conseguido un céntimo, yo quería que se lo diera a su familia. No había duda de
que necesitaban hasta la última moneda. No obstante, conservar aquellos céntimos en mi poder -ya que de ningún modo me los iba a gastar- era como un recordatorio de todo lo que estaba dispuesto a hacer por mí, de todo lo que yo significaba para él.
Ya de vuelta en mi habitación, saqué mi frasquito de céntimos de su escondrijo y escuché el feliz tintineo de la nueva moneda al caer sobre sus nuevas vecinas. Esperé diez minutos, mirando por la ventana, hasta que vi la sombra de Aspen, que bajaba del árbol y salía corriendo por la calle de atrás.
Me quedé despierta un rato más, pensando en él y en lo mucho que le quería, y en la sensación que me producía su amor. Me sentía especial,
incomparable, única. Ninguna reina, en ningún trono, podía sentirse más importante que yo.
Me dormí con aquel pensamiento grabado a fuego en el corazón.