Pese a que en el aeropuerto ya habíamos tenido una recepción sonada, las calles que llevaban a palacio estaban flanqueadas de masas de gente que nos hacían llegar sus buenos deseos. La lástima era que no nos dejaban bajar las ventanillas para responderles. El guardia del asiento delantero nos dijo que pensáramos que éramos una extensión de la familia real. Muchos nos adoraban, pero había gente ahí afuera a quien no le importaría atacarnos para hacerle daño al príncipe. O a la propia monarquía.
En el coche, un modelo especial que tenía dos asientos enfrentados en la parte trasera y ventanillas oscuras, me encontré junto a Celeste, y teníamos a Ashley y Marlee enfrente. Marlee estaba pletórica, mirando a través de la ventanilla, y el motivo era evidente. Su nombre figuraba en muchos de los carteles. Era imposible contar la cantidad de admiradores que tenía.
El nombre de Ashley también se veía aquí y allá, casi tanto como el de Celeste, y mucho más que el mío. Ashley, siempre elegante, se tomó muy bien no ser la favorita. Celeste -era obvio- estaba molesta.
-¿Qué crees que habrá hecho? -me susurró al oído, mientras Marlee y Ashley hablaban entre sí de su casa.
-¿Qué quieres decir? -susurré.
-Para ser tan popular. ¿Crees que habrá sobornado a alguien? -dijo, mirando fríamente a Marlee, como si estuviera sopesando a su rival.
-Es una Cuatro -respondí, escéptica-. No tendría los medios necesarios para sobornar a nadie.
Celeste chasqueó la lengua.
-Por favor. Una chica tiene más de un modo de pagar por lo que desea -dijo, y se puso a mirar de nuevo por el cristal.
Tardé un momento en entender lo que sugería, y no me gustó nada. No porque fuera evidente que a alguien tan inocente como Marlee nunca se le ocurriría irse a la cama con alguien -o siquiera infringir la ley- para conseguir ventaja, sino porque cada vez tenía más claro que la vida en palacio podía llegar a ser una lucha despiadada.
Desde mi posición no pude ver muy bien la llegada al palacio, pero sí vi los muros. Estaban cubiertos de yeso amarillo pálido y eran muy muy altos. Había guardias apostados en lo alto, a ambos lados de la gran puerta que se abrió al acercarnos. Tras cruzarla, nos encontramos en un largo camino de grava que rodeaba una fuente y que llevaba a la puerta principal, donde nos esperaba un grupo de funcionarios.
Con apenas un «hola», dos mujeres me cogieron de los brazos y me hicieron entrar.
-Lamentamos mucho apremiarla, señorita, pero su grupo llega tarde -dijo una.
-Vaya, me temo que es culpa mía. Me puse a hablar un poco en el aeropuerto.
-¿A hablar con la multitud? -preguntó la otra, sorprendida.
Intercambiaron una mirada que no entendí y a continuación procedieron a anunciar las estancias por las que íbamos pasando.
El comedor estaba a la derecha, me dijeron; el Gran Salón, a la izquierda. A través de las puertas de vidrio pude entrever unos enormes jardines. Me habría gustado parar, pero, antes incluso de poder procesar dónde nos encontrábamos, me empujaron a una enorme sala llena de gente muy ajetreada.
La multitud nos hizo espacio y vi una fila de espejos con gente que trabajaba en el peinado de las chicas y les pintaba las uñas. Había unos colgadores llenos de ropa, y se oían gritos como «¡Ya he encontrado el tinte!» o «¡Eso la hace gorda!».
-¡Ahí están! -exclamó una mujer acercándosenos. Estaba claro que era la que mandaba-. Soy Silvia. Hemos hablado por teléfono -dijo, como presentación, e inmediatamente pasó al trabajo-. Lo primero es lo primero: necesitamos fotos del «antes». Venid aquí -ordenó, indicándonos una silla en una esquina, con un fondo artificial detrás-. No hagáis caso de las cámaras, chicas. Vamos a hacer un programa especial sobre vuestra transformación, ya que todas las chicas de Illéa querrán parecerse a vosotras cuando hayamos acabado.
Efectivamente, había un montón de gente con cámaras paseándose por la sala, haciendo primeros planos de los zapatos de las chicas y entrevistándolas. Cuando acabaron con las fotos, Silvia empezó a lanzar órdenes.
-Llevaos a Lady Celeste a la estación cuatro, a Lady Ashley a la cinco..., y parece que en la diez ya han acabado: llevad allí a Lady Marlee, y a Lady America a la seis.
-Bueno, esto es lo que tenemos -dijo un hombre bajito y moreno, muy expeditivo, haciéndome sentar en una silla con un seis en el dorso-. Tenemos que hablar de tu imagen.
-¿Mi imagen?
¿Así que no se trataba de mí, tal cual? ¿No era eso lo que me había llevado hasta allí?
-¿Qué aspecto queremos darte? Con esa mata pelirroja, podemos hacerte toda una seductora, pero, si quieres un aire más tranquilo, también podemos dártelo -afirmó, con total naturalidad.
-No voy a cambiar radicalmente para satisfacer a un tipo al que ni siquiera conozco -dije. «Y que ni siquiera me gusta», añadí solo para mí.
-Vaya por Dios. La niña tiene personalidad -me regañó, como si fuera una cría.
-¿No la tenemos todos?
El hombre me sonrió.
-Bueno, está bien. No te cambiaremos la imagen; solo la potenciaremos. Necesito pulirte un poco, pero quizás esa aversión que tienes hacia todo lo postizo sea tu mayor activo. No pierdas eso, cariño -me dio una palmadita en la espalda y se alejó, dando instrucciones a un grupo de mujeres que me rodearon en un momento.
No me había dado cuenta de que cuando decía «pulir» lo decía de un modo literal. Me encontré con que aquellas mujeres me frotaban el cuerpo porque, al parecer, no debían de confiar en que supiera lavarme sola. Luego cubrieron cada pedacito de piel que quedaba a la vista con lociones y aceites que me dejaron un olor a vainilla, que, según la chica que me las aplicaba, era uno de los olores favoritos de Maxon.
Cuando acabaron de dejarme tersa y suave, pasaron a fijar su atención en las uñas. Me las cortaron, me las limaron y las pequeñas durezas de la piel quedaron suavizadas milagrosamente. Les dije que prefería que no me pintaran las uñas, pero se quedaron tan decepcionadas que tuve que consentir en que me hicieran las de los pies. La que se encargó escogió un agradable tono neutro, así que tampoco fue tan grave.
El equipo de manicuras se fue y llegó otra chica. Yo me quedé allí, sentada en mi silla, esperando la siguiente ronda de embellecimiento. Una cámara pasó a mi lado e hizo un primer plano de mis manos.
-No te muevas -ordenó una mujer, que se fijó en mi mano-. ¿No te han puesto nada en las manos?
-No.
Suspiró, tomó el plano que buscaba y pasó de largo.
Yo también lancé un profundo suspiro. De refilón vi un movimiento repetitivo a mi derecha. Me giré y me topé con una chica con la mirada perdida y que agitaba la pierna arriba y abajo bajo una gran capa de peluquero.
-¿Estás bien?
Mi voz la despertó de su trance. Suspiró.
-Quieren teñirme de rubio. Dicen que quedará mejor con mi tono de piel. Estoy algo inquieta, supongo.
Esbozó una sonrisa nerviosa, y yo se la devolví.
-Eres Sosie, ¿verdad?
-Sí -dijo, sonriendo más abiertamente-. Y tú, America, ¿no? -asentí-. He oído que has llegado con esa tal Celeste. ¡Es terrible!
Puse la mirada en el cielo. Desde que habíamos llegado, cada pocos minutos todos los presentes en la sala podían oír a Celeste gritándole a alguna sirvienta que le trajera algo o que se apartara de su vista.
-No te lo puedes ni imaginar -murmuré, y ambas soltamos unas risitas nerviosas-. Oye, en mi opinión, tienes un cabello precioso -y lo era, ni demasiado oscuro ni demasiado claro, y con mucho cuerpo.
-Gracias.
-Si no quieres teñírtelo, no deberías hacerlo.
Sosie sonrió, pero noté que no estaba completamente segura de si se lo decía como amiga o para dejarla en desventaja. Antes de que pudiera responder, un montón de gente nos rodeó y se puso a trabajar, hablando entre ellos tan alto que no pudimos acabar nuestra conversación.
Me lavaron el cabello con champú, acondicionador, hidratante y suavizante. Yo lo llevaba largo e igualado -solía cortármelo mi madre, y no sabía hacer más-, pero, cuando acabaron conmigo, lo tenía bastante más corto y escalado. Me gustó; hacía que se crearan interesantes reflejos con la luz. A algunas chicas les hicieron una cosa que llamaban «mechas»; a otras, como Sosie, les cambiaron el color del pelo completamente. Pero mis peluqueros y yo estábamos de acuerdo en que no había que tocar el color del mío.
Una chica muy guapa me maquilló. Le dije que no se pasara, y se mostró muy amable. Muchas otras de las chicas parecían mayores o más jóvenes, o simplemente más guapas, tras el maquillaje. Yo seguía siendo yo. Por supuesto, Celeste también seguía siendo ella misma, ya que insistió en que le dieran una buena capa de pintura.
Había pasado la mayor parte del proceso vestida con una bata, y cuando acabaron de arreglarme me llevaron hacia donde estaban los colgadores con ropa. Mi nombre estaba sobre una barra en la que habría vestidos para toda la semana. Supuse que las aspirantes a princesa no llevaban pantalones.
El vestido que acabó tocándome era de color crema. Me dejaba los hombros al descubierto, se ajustaba perfectamente en la cintura y acababa justo a la altura de las rodillas. La chica que me ayudó a ponérmelo lo llamó «vestido de día». Me dijo que todos mis vestidos de noche ya estaban en mi habitación, y que ya llevarían el resto. Luego me puso un broche plateado en la parte alta del vestido. Llevaba mi nombre en letras brillantes. Por fin me colocó unos zapatos con «tacones chupete», como los llamó ella, y me envió de nuevo al rincón para que pudieran hacerme la fotografía del «después». De allí me mandaron a la primera de una serie de cuatro pequeñas estaciones que había junto a la pared. En cada una había una silla frente a un falso fondo; enfrente, una cámara sobre su trípode.
Tomé asiento, como me indicaron, y esperé. Una mujer con una carpeta en la mano se sentó a mi lado y me dijo que esperara un momento a que encontrara mis papeles.
-¿Para qué es esto? -pregunté.
-Para el especial sobre vuestra transformación. Hoy emitiremos vuestra llegada; el miércoles, la transformación; y el viernes haréis vuestro primer Report. La gente ha visto vuestras fotos y ya saben un poco de lo que dijisteis en vuestras solicitudes -afirmó, mientras localizaba los papeles y los ponía en lo alto del montón. Luego cruzó los dedos y prosiguió-. Pero queremos que tomen partido por vosotras, y eso no ocurrirá a menos que puedan conoceros. Así que te haremos una pequeña entrevista, y tú da tu mejor cara en los Reports, y no seas tímida cuando nos veas rondando por el palacio. No estamos aquí todos los días, pero estaremos por ahí.
-De acuerdo -dije, dócilmente. En realidad no tenía ningunas ganas de hablar con equipos de televisión. Me parecía una pérdida de intimidad tremenda.
-Así que te llamas America Singer, ¿verdad? -preguntó, a los pocos segundos de que se encendiera una luz roja en lo alto de la cámara.
-Sí -respondí, intentando mantener los nervios a raya.
-A decir verdad, no me parece que te hayan cambiado mucho. ¿Nos puedes contar qué es lo que te han hecho en la sesión de transformación de hoy?
Me lo pensé un momento.
-Me han escalado el pelo. Eso me gusta -me pasé los dedos por entre la melena pelirroja, sintiendo la suavidad de mi cabello tras los cuidados recibidos-. Y me han cubierto de una crema con olor a vainilla. Huelo como si fuera un postre -dije, olisqueándome el brazo.
Ella se rió.
-Eso es fantástico. Y ese vestido te queda realmente bien.
-Gracias -respondí, echando un vistazo a mi vestido nuevo-. No suelo ponerme muchos vestidos, así que voy a tardar un poco en acostumbrarme.
-Es cierto -apuntó mi entrevistadora-. Solo sois tres Cincos en la Selección. ¿Cómo describirías la experiencia hasta el momento?
Intenté pensar algo que describiera la sensación que me producía todo lo vivido durante el día. Desde mi decepción en la plaza a la sensación de volar o a la reconfortante compañía de Marlee.
-Sorprendente -dije.
-Imagino que habrá más sorpresas de camino -intervino ella.
-Espero que al menos sean más tranquilas que las de hoy -dije, suspirando.
-¿Qué te parece la competición hasta ahora?
Tragué saliva.
-Las chicas son muy agradables -con una clara excepción.
-Mm-hmm -soltó ella, interpretando mi respuesta-. ¿Y qué te parece cómo te han transformado? ¿Te preocupa el aspecto de alguna otra chica?
Me planteé la respuesta. Decir que no sonaría a altanería; decir que sí sonaría a inseguridad.
-Creo que el equipo ha hecho un gran trabajo sacando lo mejor de cada chica.
Ella sonrió.
-Muy bien, creo que eso es todo.
-¿Es todo?
-Tenemos que meteros a las treinta y cinco en hora y media, así que tengo de sobra.
-Vale -no había ido tan mal.
-Gracias por tu tiempo. Puedes esperar en ese sofá de ahí, y ya vendrán a buscarte.
Fui a sentarme en el gran sofá circular de la esquina. Allí estaban dos chicas que aún no conocía, charlando tranquilamente. Eché un vistazo a la sala y vi que alguien anunciaba la llegada del último grupo. Se volvió a montar un gran revuelo. Estaba tan absorta en todo aquello que casi no me di cuenta de que Marlee se sentaba a mi lado.
-¡Marlee! ¡Qué pelo más bonito!
-¿Verdad? Me han puesto extensiones. ¿Crees que a Maxon le gustará? -parecía que le preocupaba de verdad.
-¡Claro! ¿Qué chico puede resistirse a una rubia despampanante? -dije, con una sonrisa divertida.
-America, eres un encanto. Toda aquella gente del aeropuerto se quedó prendada de ti.
-Bueno, solo quise ser amable. Tú también hablaste con mucha gente.
-Sí, pero ni la mitad que tú.
Bajé la cabeza, algo avergonzada porque me felicitaran por algo que me parecía tan obvio. Cuando levanté la vista, me giré hacia las otras dos chicas que estaban sentadas a nuestro lado: Emmica Brass y Samantha Lowell. No nos habían presentado, pero yo sabía quiénes eran. Al principio no reaccioné. Me estaban mirando como si me pasara algo. Antes de que pudiera siquiera preguntarme por qué, Silvia, la mujer de antes, se nos acercó.
-Muy bien, chicas. ¿Estamos listas? -echó un vistazo al reloj y nos miró a todas, expectante-. Voy a enseñaros un poco el lugar y os llevaré a las habitaciones que se os han asignado.
Marlee dio una palmada y las cuatro nos pusimos en pie. Silvia nos dijo que el lugar en el que nos habían peinado y maquillado era la Sala de las Mujeres. Normalmente la usaban la reina, sus doncellas y las otras mujeres de la familia real.
-Acostumbraos a esta sala: pasaréis mucho tiempo en ella. De camino hacia aquí habéis pasado por el Gran Salón, que suele usarse para fiestas y banquetes. Si fuerais muchas más, allí es donde comeríais. Pero el comedor principal es lo suficientemente grande para vosotras. Vamos a verlo un momento.
Nos enseñaron dónde comía la familia real, en una mesa independiente.
Nosotras nos sentaríamos a unas mesas largas a los lados, de modo que el conjunto tenía una forma de U. Ya teníamos nuestros asientos asignados, con elegantes etiquetas. Yo tendría al lado a Ashley y a Tiny Lee, a la que había visto en la Sala de las Mujeres antes; enfrente estaría Kriss Ambers.
Dejamos el comedor y bajamos una escaleras hasta la sala desde donde se emitía el Illéa Capital Report. Volvimos a subir y nuestra guía nos indicó un salón donde se pasaban la mayor parte del tiempo trabajando el rey y Maxon. Teníamos prohibida la entrada.
-Otro lugar al que no podéis acceder: la tercera planta. Allí es donde tiene sus aposentos la familia real, y no se tolerará ningún tipo de intrusión. Vuestras habitaciones están en la segunda planta. Ocuparéis una gran parte de las habitaciones de invitados, pero no hay que preocuparse: aún nos queda espacio para cualquier visita que se presente. Estas puertas de ahí dan al jardín trasero. Hola, Hector, Markson.
Los dos guardias apostados en la puerta asintieron con un gesto decidido.
Tardé un momento en darme cuenta de que el gran arco que teníamos a la derecha era una puerta lateral del Gran Salón, lo que quería decir que la Sala de las Mujeres estaba a la vuelta de la esquina. Me sentí orgullosa de mí misma por haberlo descubierto. El palacio era como un opulento laberinto.
-No debéis salir al exterior bajo ninguna circunstancia -prosiguió Silvia-. Durante el día, habrá momentos en que podréis pasear por el jardín, pero no sin permiso. Es una simple norma de seguridad. Por mucha vigilancia que pongamos, los rebeldes ya han conseguido introducirse en el recinto anteriormente.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo.
Doblamos una esquina y subimos las enormes escaleras que llevaban a la segunda planta. Bajo los pies sentía las alfombras mullidas, como si me hundiera un par de centímetros cada vez que daba un paso. La luz se colaba por unos altos ventanales, y olía a flores y a aire libre. De las paredes colgaban grandes pinturas de reyes del pasado, así como unos cuantos retratos de líderes estadounidenses y canadienses. Al menos, eso supuse que serían. No llevaban ninguna corona.
-Vuestras cosas ya están en las habitaciones. Si la decoración no os parece apropiada, decídselo a vuestras doncellas. Cada una tenéis tres, y también os esperan en vuestras habitaciones. Os ayudarán a deshacer las maletas y a vestiros para la cena.
»Esta noche, antes de la cena, os reuniréis en la Sala de las Mujeres para asistir a la emisión especial del Illéa Capital Report. ¡La semana que viene seréis vosotras las que aparezcáis en el programa! Hoy podréis ver parte de las grabaciones realizadas cuando dejasteis vuestras casas y de vuestra llegada aquí.
Promete ser algo muy especial. Tenéis que saber que el príncipe Maxon aún no ha visto nada de eso. Esta noche él verá lo mismo que toda Illéa. Será mañana cuando os presentaréis ante él oficialmente.
»Todas cenaréis en grupo, para que podáis ir conociéndoos, ¡y mañana empieza el juego!
Tragué saliva. Demasiadas normas, demasiada estructura, demasiada gente. Me habría gustado estar sola con un violín.
Fuimos recorriendo la segunda planta, dejando a cada una de las seleccionadas en su habitación por el camino. La mía estaba en un rincón, junto a un pequeño pasillo, con la de Bariel, la de Tiny y la de Jenna. Agradecí que no estuviera en pleno meollo, como la de Marlee. Quizás así pudiera disfrutar de cierta intimidad.
Cuando nuestra guía se fue, abrí la puerta y me encontré con los grititos ahogados de tres mujeres muy excitadas. Una estaba en un rincón, cosiendo, y las otras dos estaban limpiando una habitación ya impecable. Se acercaron corriendo y se presentaron como Lucy, Anne y Mary, pero inmediatamente se me olvidó quién era quién. Me costó un poco convencerlas de que se fueran. No quería ser maleducada, puesto que parecían deseosas de servirme, pero necesitaba estar un rato sola.
-Solo necesito echar una cabezadita. Estoy segura de que vosotras también habréis tenido un día muy largo, preparándolo todo. Lo mejor que podríais haceres dejarme descansar, y descansar un poco vosotras. Os agradeceré que vengáis a despertarme cuando sea la hora de bajar.
Pese a mi oposición, se deshicieron en una sucesión de agradecimientos y reverencias interminables, y por fin me quedé sola. No sirvió de nada. Necesitaba echarme en la cama, pero tenía todo el cuerpo en tensión, lo que me impedía ponerme cómoda en un lugar que, estaba claro, no estaba hecho para mí.
Había un violín en el rincón, así como una guitarra y un piano espléndido, pero no me sentía con fuerzas de tocar. Mi mochila estaba perfectamente cerrada, esperando a los pies de la cama, pero aquello también me parecía demasiado trabajo. Sabía que me habrían dejado cosas especiales en el armario, en los cajones y en el baño, pero no me apetecía explorar.
Me quedé allí tumbada, inmóvil. Era consciente de que eran horas, pero me pareció que solo habían pasado unos momentos cuando mis doncellas llamaron suavemente a la puerta. Las hice entrar y, pese a lo extraño que me resultaba, dejé que me vistieran. Estaban tan encantadas de ser útiles que no podía pedirles que se fueran.
Me recogieron el cabello hacia atrás con toda delicadeza y me retocaron el maquillaje. El vestido -al igual que el resto de mi vestuario, obra suya- era de un verde intenso y llegaba hasta el suelo. Sin aquellos minúsculos tacones me lo habría pisado todo. Silvia llamó a mi puerta y a la de mis tres vecinas a las seis en punto, para que saliéramos, y nos condujo por el pasillo hasta el rellano de la escalera, donde esperamos a que llegaran todas. A continuación nos dirigimos a la Sala de las Mujeres. Marlee salió a mi encuentro y fuimos juntas.
El sonido de treinta y cinco pares de zapatos de tacón por las escaleras de mármol era como la música de una elegante estampida. Se oyeron algunos murmullos, pero la mayoría de nosotras mantuvimos silencio. Al pasar junto al comedor observé que las puertas estaban cerradas. ¿Estaría dentro la familia real? Quizás estarían tomando su última comida los tres solos.
Me parecía extraño que fuéramos sus invitadas pero que aún no hubiéramos visto a ninguno de ellos.
La Sala de las Mujeres había cambiado desde nuestra visita. Los espejos y los colgadores habían desaparecido, y había mesas y sillas repartidas por la estancia, así como algunos sofás de aspecto muy cómodo. Marlee me miró e indicó con la cabeza uno de los sofás, y nos sentamos juntas.
Cuando estuvimos todas instaladas, encendieron la pantalla de televisión y vimos el Report. Incluía las mismas noticias de siempre -actualizaciones sobre el presupuesto de los diferentes proyectos, el progreso de las guerras, otro ataque rebelde en el este- y luego, la última media hora, aparecieron las grabaciones que nos habían hecho durante el día, comentadas por Gavril.
-Aquí, la señorita Celeste Newsome se despide de sus numerosos admiradores en Clermont. Esta encantadora jovencita necesitó más de una hora para separarse de sus fans.
Celeste sonrió complacida cuando se vio en la pantalla. Estaba sentada junto a Bariel Pratt, que llevaba el cabello liso como una tabla y hasta la cintura, y de un rubio tan pálido que parecía blanco. No había otro modo de decirlo: tenía unos pechos enormes. Se le salían del vestido sin tirantes, desafiando a cualquiera a queapartara la vista.
Bariel era guapa, pero de una belleza típica. Tenía un estilo similar al de Celeste. Sin saber muy bien por qué, al verlas juntas no pude evitar pensar aquello de «Los enemigos, mejor cuanto más cerca». Supuse que ambas se habían identificado mutuamente como las rivales más duras.
-Las otras seleccionadas del Medio-Este también han disfrutado de un gran seguimiento. La actitud tranquila y elegante de Ashley Brouillette la distingue inmediatamente como una dama. Mientras se abre paso entre la multitud, muestra una expresión humilde y un bello rostro que recuerdan a la propia reina.
»Y Marlee Tames, de Kent, que se ha mostrado de lo más participativa en su despedida de hoy, llegando incluso a cantar el himno nacional con la banda -en la pantalla aparecieron imágenes de Marlee sonriendo y abrazando a la gente de su provincia-. Enseguida se ha convertido en la favorita de muchas de las personas que hemos entrevistado hoy mismo.
Marlee me tendió la mano y apretó la mía. Estaba decidido: era mi favorita.
-Con la señorita Tames también viajaba America Singer, una de las tres Cincos que han superado la Selección.
Dieron una imagen de mí mejor de la que me esperaba. Lo único que recordaba era mi tristeza al escrutar a la multitud. Pero las escenas que habían elegido, mirando al público, daban una imagen de madurez y proximidad. La imagen del abrazo con mi padre fue conmovedora, preciosa.
Aun así, aquello no fue nada comparado con las imágenes en las que aparecía en el aeropuerto.
-Pero ya sabemos que las castas no significan nada en la Selección, y parece que Lady America es una participante que habrá que tener en cuenta. En el aeropuerto de Angeles, Lady Singer se convirtió en la protagonista, y se detuvo a tomarse fotos, a firmar autógrafos y a hablar con todo el mundo. A la señorita America Singer no le importa nada ensuciarse las manos, cualidad que muchos consideran necesaria para ser nuestra futura princesa.
Casi todas se giraron a mirarme. Lo vi en sus ojos, la misma mirada que me habían echado Emmica y Samantha. De pronto aquellas miradas cobraron sentido. No importaban mis intenciones. Ellas no sabían que yo no quería aquello. A sus ojos, era una amenaza. Y estaba claro que deseaban librarse de mí.