Capítulo 3 Cielos grises

El cielo gris intimidante cubría toda la ciudad, aunque es atrevido llamarla ciudad, porque al fin y al cabo todo estaba en ruinas, con un color apagado, que la hacía semejante a una ciudad fantasma, el viento soplaba ligeramente, moviendo el humo y el polvo del suelo, además de algún rastro de basura que había por algunos lados, no se oía nada, solo el crujir de una farola que estaba más torcida que derecha, al filo de caerse al asfalto.

Seguí para los adentros de la ciudad, empezaron a aparecer coches, estropeados y sucios obviamente, yo estaba relajado dentro de lo que cabe, pero al acercarme a uno en especial dejé de estarlo, el motivo es claro, cuando estuve a una cierta distancia la puerta del conductor se abrió sola, haciendo un sonido característico de algo oxidado, me acerqué con cierto temor para observar el interior del vehículo, y de repente varios cuervos salieron despavoridos del interior, haciendo su sonido natural, intente relajarme, pero el malestar no me lo quitaba ya nadie.

A primera vista no parecía haber nada fuera de lo normal, pero empezaron a caer gotas sangre del techo, mi desconcierto era inmenso, y cada vez caía más cantidad de sangre, hasta que se empezó a desbordar y cayó hacia la calle, entonces miré a los asientos traseros y ahí los vi, tres horribles criaturas, parecían tener forma humana, pero no tenían brazos, ni piel, ni cabeza, y tenían numerosas protuberancias de color amarillo o verde, resultaba asqueroso, y para más agobio empezaron a moverse de derecha a izquierda, aunque seguían estando en el mismo sitio, rápidamente saqué todo mi cuerpo del coche, y cuando pensé que ya todo había pasado me llevé un gran susto al oír como un cadáver caía sobre el capó.

-¿De dónde había caído?- me pregunté yo mismo, miré al cadáver, este tenía un aspecto más humano, aunque su cabeza era una calavera.

Oí una risa muy aterradora a lo lejos, miré a todos lados, arriba y abajo, derecha, izquierda, y por fin vi al dueño de la risa, era una niña, de unos ocho años, pero desde que la encontré con mi mirada desapareció de aquella azotea, aunque lo hizo de una forma paranormal, como si fuera un fantasma.

Esperé unos minutos por ver si volvía a aparecer, pero no lo hizo, ya en este momento estaba más tranquilo, pero esta tranquilidad me duró bastante poco.

El cielo gris se fue enrojeciendo, se empezaron a oír truenos, pude divisar destellos de varios rayos, el cielo cada vez era más rojo, y de un momento a otro empezó a llover, pero no era agua normal, era sangre.

-¿Qué demonios ocurre aquí? ¿Por qué llueve sangre?- hablaba solo, lo hago muchas veces, y no es que esté loco, es costumbre.

Mientras me hacía miles de preguntas la intensidad de aquel aguacero aumentaba, creando inmensos charcos de sangre en el asfalto, cambiando el color de los coches, y para variar había aparecido una densa niebla, que me cegaba poco a poco el campo de visión.

Escuché el arrastrar de un metal por el asfalto, le acompañaban unas pisadas, lentas, pero que hacían temblar el suelo, de la niebla fue apareciendo poco a poco la figura de un gigante, aunque así en la lejanía parecía nada más que una sombra, así que no puedo describirle mejor.

Aquella sombra gigante se quedó quieta en el medio de la carretera, pero de su posición se acercaban un gran número de insectos, parecidos a arañas, pero dos veces más grandes, aunque no me hacían ningún daño.

-Tiene que ser bastante aterradora esa sombra para que los insectos huyan- comenté en voz baja.

La sombra gigante desapareció en un abrir y cerrar de ojos, pero al momento comenzaron a acercarse monstruos con forma humana, parecidos a los que había visto antes en la parte trasera del coche, pero estos tenían tres cabezas, en las cuales habían dos ojos amarillos y una boca que contenía una lengua enorme y unos afilados dientes. Se arrastraban como si fueran serpientes, rozando su torso por el suelo, como si fueran serpientes, en ocasiones levantando un poco el cuerpo de cintura para arriba, y dejando un rastro de sangre en él. Ante esta situación solo me quedaba una opción, correr hasta perderles de vista.

            
            

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