El día de la boda se acercaba rápidamente, y aunque Isabela había estado involucrada en todos los preparativos, una parte de ella seguía en negación, como si estuviera observando desde fuera de su propio cuerpo. Las semanas de planificación, de reuniones con diseñadores, floristas y coordinadores de eventos, habían borrado cualquier vestigio de lo que hubiera sido una celebración alegre. En su lugar, todo parecía una ceremonia impuesta, un acuerdo disfrazado de festividad. Las flores, el vestido, las luces brillantes... nada de eso la emocionaba.
Se sentía atrapada en un sueño del que no podía despertar.
Cada vez que Javier le hablaba sobre los últimos detalles, como si todo fuera lo más natural del mundo, ella solo asentía en silencio, incapaz de ofrecer más que una sonrisa vacía. Habían tenido muy pocas interacciones personales en las semanas previas, siempre rodeadas de un aire de distancia profesional que, por algún motivo, Isabela comenzaba a aceptar como normal. El vínculo entre ellos parecía inexistente, y esa era la verdad que más le dolía. No había romance, no había pasión. Solo un futuro predecible que ella había aceptado sin comprender del todo lo que significaba.
La mañana del día de la boda, Isabela se despertó temprano, como si la ansiedad no la dejara descansar. Su habitación estaba llena de luz, el sol filtrándose a través de las cortinas blancas, pero en su pecho había una pesadez que no se desvanecía. Miró su reflejo en el espejo del baño. El vestido de novia, colgado en la percha frente a ella, brillaba con una perfección impecable, pero a Isabela no le parecía suyo. Parecía una prenda ajena, una que no le pertenecía. Era un traje que reflejaba lo que todo el mundo esperaba de ella, pero no lo que ella sentía. El cabello perfectamente peinado, el maquillaje sutil pero efectivo, todo tan calculado... La mujer que veía en el espejo no era ella.
Después de vestirse, Isabela se dirigió a la sala de estar, donde su madre la esperaba, arreglada con la misma elegancia que siempre había mostrado. Carmen Villaseñor la miró con una mezcla de emoción y calma, pero en sus ojos también brillaba una intensidad que no pasaba desapercibida.
-Isabela, mi amor, estás espectacular. -dijo Carmen, abrazándola con ternura, aunque sus palabras no alcanzaron a ocultar la preocupación que se cernía sobre su rostro.
Isabela sonrió débilmente, pero su madre no se dejó engañar. Sabía que algo no estaba bien, y aunque no lo dijera, lo percibía en cada uno de los gestos de su hija.
-Gracias, mamá. -respondió, intentando que su voz no temblara. No podía decirle lo que realmente sentía. No podía confesarle a su madre que este matrimonio, aunque era lo que su familia necesitaba, la estaba destrozando por dentro.
-Es una gran oportunidad para la familia. -dijo Carmen con voz suave, pero cargada de significado. -Lo sabes, ¿verdad?
Isabela asintió, aunque una parte de ella deseaba gritarle que no todo podía ser reducido a negocios, que había algo mucho más profundo en juego que solo asegurar el futuro de la empresa. Pero no podía. No quería ser el obstáculo, no quería ser la hija que cuestionara las decisiones que su padre había tomado con tanto esfuerzo.
-Lo sé, mamá. -respondió, más por inercia que por convicción.
Justo en ese momento, el sonido del timbre la hizo sobresaltarse. Era la hora. La ceremonia comenzaría en poco menos de una hora.
-Es el coche. Vamos, hija, es hora. -Carmen dijo, tomando su mano con suavidad.
Isabela se levantó del sillón con pesadez, como si el peso de la decisión que había tomado meses atrás la aplastara aún más. No podía evitar preguntarse si lo que estaba a punto de hacer marcaría el final de cualquier posibilidad de felicidad genuina en su vida. A pesar de sus esfuerzos por convencerse de lo contrario, un sentimiento de vacío la llenaba por completo. El coche que las esperaba afuera era el mismo que las había llevado a las reuniones previas, el mismo que había transportado tanto a su familia como a la de los Altamira en todas esas negociaciones. Era un vehículo elegante, pero para ella solo representaba la continuidad de una cadena que no sabía cómo romper.
La iglesia estaba decorada con flores blancas, y todo a su alrededor parecía irradiar una belleza impecable. Las luces suaves, los arreglos florales, los invitados perfectamente vestidos... todo parecía sacado de un cuento de hadas, pero Isabela se sentía como una espectadora de su propia vida. Las campanas comenzaron a sonar, anunciando el comienzo de la ceremonia, pero ni siquiera ese sonido la despertó de su letargo emocional.
Isabela caminó por el pasillo con la mirada fija al frente, sin atreverse a mirar a su alrededor. La mirada de su padre, Martín Villaseñor, era fija y decidida, como siempre. Los Altamira ya estaban en la primera fila, sus rostros impasibles, como si todo estuviera sucediendo de acuerdo al guion que se había escrito meses atrás. Y allí estaba Javier, de pie frente al altar, tan impecable, tan sereno, como siempre. Isabela no pudo evitar preguntarse si él también sentía la misma distancia, la misma barrera invisible que se levantaba entre ellos.
Cuando llegó al altar, la toma de su mano por parte de Javier fue fría, sin emoción, sin esa chispa que uno esperaría ver en un matrimonio. Los ojos de Isabela se encontraron brevemente con los de él, pero no había nada allí que le dijera que todo esto podía ser diferente. Era un trato. Un acuerdo. Y ella había firmado.
El sacerdote comenzó la ceremonia con palabras que resonaban de manera hueca en su mente. La promesa de amor eterno, de apoyo mutuo en los momentos difíciles, sonaba irreal. ¿Cómo podía hacer esas promesas cuando no sabía si, algún día, podría sentir algo real por Javier?
-¿Aceptas a Javier Altamira como tu esposo, para amarlo y respetarlo, en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, hasta que la muerte los separe? -preguntó el sacerdote, mirando a Isabela con una mirada que parecía buscar más que una respuesta mecánica.
Isabela, en ese momento, se dio cuenta de que las palabras que estaba a punto de pronunciar eran más importantes de lo que había imaginado. No era solo un acuerdo familiar, no era solo una transacción de negocios. Era un compromiso con un hombre, con alguien que, aunque compartiera su apellido y sus ambiciones, era un desconocido para ella.
Isabela miró a Javier, quien la observaba con una calma que solo podía venir de la total certeza de lo que estaba haciendo. No había lugar para el miedo, ni la duda, ni la esperanza. Solo el cumplimiento de un destino ya decidido.
-Lo acepto. -dijo Isabela, su voz apenas un susurro, pero suficiente para ser escuchado por todos.
La ceremonia continuó, pero para Isabela, el resto fue solo un borrón. Los votos, las promesas, los aplausos... todo parecía irrelevante. Había tomado la decisión, había sellado el acuerdo. Y ahora, no podía retroceder.
La fiesta posterior se desarrolló con la misma perfección mecánica que había caracterizado toda la preparación. La música suave, los brindis, los discursos... todo estaba planeado al detalle. Pero Isabela no podía dejar de sentir que, en medio de todo eso, algo fundamental le estaba siendo arrebatado: su libertad.
Al final de la noche, mientras se retiraba con Javier, su corazón latía con fuerza, y aunque intentaba mantener la calma, una parte de ella se preguntaba si alguna vez podría sentir algo por él que fuera más allá de la conveniencia. La vida que había dejado atrás, la que había querido para sí misma, ya no existía. Y ahora, con el contrato firmado, la boda consumada, solo quedaba enfrentar lo que viniera, sin saber si algún día encontraría una manera de ser feliz en este nuevo mundo que había creado para ella misma.