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El día de la boda llegó con la misma niebla espesa que había acompañado a Valentina desde el primer momento en que había aceptado el acuerdo. La mansión, ahora llena de invitados, tenía el aire denso de una ceremonia que no era solo unirse en matrimonio, sino una jugada estratégica, una declaración pública de poder. Las salas estaban llenas de risas fingidas, conversaciones superficiales y miradas curiosas. Cada detalle estaba cuidadosamente calculado: desde los arreglos florales hasta las sillas doradas, todo parecía perfecto.
Pero detrás de esa perfección, Valentina sentía cómo la opresión de la situación le comprimía el pecho. Mientras las mujeres de la alta sociedad se deslizaban por el salón, con sus vestidos de gala y joyas brillando bajo las luces, ella caminaba como una espectadora. Era como si estuviera observando la ceremonia desde fuera, como si todo lo que estaba pasando no la tocara directamente. No había ni un atisbo de la alegría que debería acompañar un día como este. Solo había vacío.
Valentina se encontraba frente al espejo en su habitación, observándose detenidamente. El vestido de novia era imponente, con una cola larga que caía en cascada, adornada con detalles delicados en encaje y bordados que reflejaban la luz de manera mágica. Sin embargo, a pesar de la belleza del vestido, ella no podía dejar de sentirse como una prisionera dentro de él. Había sido diseñado para deslumbrar, para imponer respeto, y lo hacía. Pero en sus ojos, ella solo veía a una mujer atrapada, una mujer que ya no tenía el control de su vida.
El reflejo en el espejo le devolvía una versión de ella misma que no reconocía. Las lágrimas amenazaban con empañar su visión, pero se contuvo. No podía permitirse mostrarse débil, no ahora. Lo que fuera que Alejandro hubiera planeado, ella debía estar preparada para enfrentarlo, para cumplir su parte del acuerdo. Y aunque una parte de ella deseaba resistir, otra sabía que lo que estaba por suceder era inevitable.
El sonido de la puerta abriéndose la hizo girar. Alejandro apareció en el umbral, vestido con un traje oscuro que lo hacía parecer aún más imponente de lo que ya era. Su presencia llenó la habitación como siempre lo hacía, haciendo que el aire se volviera más denso, más cargado. Sus ojos la recorrieron, admirando el espectáculo que ella representaba, pero su mirada no era la misma de antes. No había dulzura ni pasión en ella, solo frialdad. Era como si todo lo que habían compartido en el pasado hubiera desaparecido, reducido a un simple acuerdo de conveniencia.
- Estás impresionante -dijo él, su voz grave, como siempre. Pero no había ni un atisbo de emoción genuina en sus palabras.
Valentina no respondió de inmediato. En lugar de eso, se centró en ajustar el corsé de su vestido, como si el simple acto de distraerse pudiera calmar los latidos acelerados de su corazón. Alejandro observaba cada uno de sus movimientos con atención, sin apartar la mirada. No importaba cuánto intentara parecer tranquila, no podía evitar sentir el peso de su presencia, el recordatorio constante de que ella ya no tenía el control de su vida.
- ¿Ya te has arrepentido? -preguntó él de repente, su voz profunda y misteriosa. La pregunta la tomó por sorpresa, pero no podía permitir que se le notara.
Valentina se giró lentamente hacia él, desafiando la mirada fría que él le ofrecía.
- No -respondió con firmeza. - Si algo he aprendido en todo este tiempo es que no hay espacio para arrepentimientos. Lo que decidí, decidí hacerlo. Y no tengo intención de dar un paso atrás.
Alejandro sonrió, una sonrisa que no alcanzaba a tocar sus ojos. Se acercó a ella, tomando su mano de manera casual, como si fuera un gesto que ya no tenía importancia. Y sin embargo, Valentina lo sintió como un abrazo invisible que la atrapaba.
- Bueno, al menos eres sincera. Pero eso no cambiará lo que está por venir. Esto no es solo una boda, Valentina. Es el comienzo de algo mucho más grande. Y aunque te cueste aceptarlo, estás involucrada en algo que no puedes controlar.
El tono de su voz, casi como un susurro, provocó que una sensación de inquietud se apoderara de ella. No solo era la formalidad de la situación, sino la manera en que él hablaba de ello, como si fuera inevitable, como si no hubiera forma de escapar. No había duda de que Alejandro estaba en control, pero Valentina se dio cuenta, por primera vez, de que tal vez no todo estaba perdido. Tal vez aún podía encontrar una manera de recuperar algo de poder sobre su destino.
Antes de que pudiera responder, la puerta se abrió de nuevo, interrumpiendo el tenso momento. La madre de Alejandro apareció, acompañada de un par de asistentes que llevaban las últimas instrucciones para la ceremonia. La mujer, elegantemente vestida en un traje de chaqueta negro, la observó brevemente antes de ofrecerle una sonrisa que no alcanzaba a ser cálida.
- Es hora -dijo la madre de Alejandro con una voz fría, calculadora, como siempre. - El evento está por comenzar.
Valentina asintió, pero no podía evitar sentirse como una actriz que interpretaba un papel que no le pertenecía. Alejandro la guió hacia el pasillo, y su brazo la rodeó de forma posesiva. Todo alrededor de ella parecía moverse lentamente, como si el tiempo se hubiera dilatado. Podía escuchar el murmullo de los invitados, la música suave de fondo que flotaba en el aire, pero no podía concentrarse en nada de eso. Solo podía sentir el peso de los ojos de Alejandro sobre ella, el peso de una vida que ya no le pertenecía.
Cuando llegaron al altar, todo parecía preparado para el espectáculo. La gente se puso de pie, y las luces brillaron sobre ellos, haciendo que el vestido de Valentina brillara como un faro. Alejandro la miró un instante antes de tomar su lugar frente a ella. No había pasión en su mirada, solo un cálculo frío, como si lo que estaban haciendo no fuera un acto de amor, sino una formalidad necesaria.
La ceremonia comenzó, y Valentina sintió como si estuviera flotando fuera de sí misma. Las palabras del sacerdote se desvanecieron en su mente, y todo lo que podía oír era el latido de su propio corazón y el sonido de su respiración agitada. Cuando llegó el momento de intercambiar los votos, Alejandro no la miró. No hubo ninguna promesa de amor, ni palabras que pudieran suavizar la frialdad del momento. Todo fue rápido, preciso, como un acto que debía cumplirse para seguir adelante.
- Te tomo como mi esposa -dijo Alejandro, su voz clara, pero carente de emoción.
Valentina apenas tuvo tiempo de respirar antes de repetir las mismas palabras, sintiendo cómo se desmoronaba por dentro. Había sido una declaración vacía, un gesto sin alma. Y aunque la multitud aplaudió, ella no pudo evitar sentirse más distante que nunca de la vida que conocía. Todo lo que había sido suyo, todo lo que había sido suyo junto a él, se desvaneció en ese instante.
La boda terminó, pero la sensación de vacío permaneció con Valentina, como una sombra que no la dejaba en paz. En ese momento, ella entendió que, aunque había aceptado el acuerdo, lo que se le venía no era solo la vida de esposa de Alejandro. Era mucho más. Era una guerra silenciosa, una batalla de control y poder, y aunque él pensara que la tenía atrapada, Valentina sabía que aún quedaba mucho por descubrir.
Pero por ahora, debía mantenerse en su papel. La mentira debía continuar, al menos por un tiempo. Pero algo dentro de ella comenzaba a cambiar. Tal vez, solo tal vez, aún quedaba una chispa de esperanza.