Chapter 10
Al día siguiente el lobo encontró a Dugald viajando solo a través del páramo.
Llevaba a la niña en brazos. Maeniel se detuvo y se sentó en medio del camino, con la cola hecha un ovillo.
Dugald también se detuvo, lo estudió, y después se acercó a una piedra plana cubierta de líquenes que había cerca. Se sentó, con la niña dormida apoyada en su hombro. Se apartó parte del manto, lo extendió sobre la piedra y cubrió con ternura a la niña. La pequeña siguió dormida chupándose el pulgar.
El cielo estaba prácticamente despejado. La brisa era agradable. Provenientes de un acantilado cercano, se oían los sonidos del mar. Los dos podrían asegurar que la marea estaba subiendo por el ruido que hacían las olas al golpear los guijarros de la orilla, y los dos serían capaces de decir cuándo subiría la pleamar y en qué momento comenzaría a bajar.
El lobo apoyó las patas delanteras en la piedra y alargando el cuello empezó a olfatear al bebé. Estaba sano, y aunque llevaba ropas de niño y el pelo muy corto, era una niña. El lobo podía saber por la información que recibía su olfato que llegaría a ser una mujer formidable, una criatura que habría que tener en cuenta. No había signos reveladores que le dijeran que padecía de algo, una enfermedad que acabara con ella, o algo que detuviera su desarrollo y la dejara tullida antes de alcanzar todo su potencial. No, si a esa criatura se la alimentaba como era conveniente, se le daba abrigo y protección, disfrutaría de la misma vitalidad a los ochenta años que ahora mismo. Podía saber todas esas cosas del mismo modo que sabía, cuando estudiaba a sus presas, cuáles eran las más vulnerables y en qué medida.
Saltó al suelo y se alejó trotando. Desapareció entre los suaves brezos, la hierba ya alta y los robles que cubrían el acantilado. Dugald no se movió de donde estaba, al lado de la niña que dormía.
Un momento después, un hombre salió de los arbustos, se sentó junto a Dugald y empezó a colocarse las polainas. No llevaba espada.
-Idonia y yo discutimos -dijo Dugald-. Una pelea en serio, y me echó.
-Sí, ya lo sé -respondió Maeniel.
-Es interesante. ¿Cómo lo sabes?
Maeniel lo miró larga y pausadamente, una mirada de lobo.
-Mi olfato me lo dijo, eso y otras cosas.
-Claro, puedes oler el miedo. Hasta los perros lo hacen.
-No hagas ostentación de tu ignorancia o intentes insultarme. No soporto a los tontos y los insultos me irritan.
Dugald se sonrojó.
-Lo siento. He descargado en ti mi preocupación. Me disculpo por ello.
-No lo sientes y no te disculpes. ¿Sabes lo que más me molesta de tu orden?
-¿El qué?
-Los aires de grandeza. La idea tan arraigada en vuestra cabeza de que el resto de la humanidad no es más que un montón de bestias asustadas por vuestros conocimientos superiores e impacientes porque dirijáis sus vidas. En ese aspecto sois como los romanos a los que tanto admiráis. Ambos tenéis la más absoluta de las certezas de vuestro derecho a gobernar, a esclavizar, a explotar a todos aquellos que consideráis inferiores.
Las mejillas de Dugald estaban ardiendo, sentía cómo crecía la furia en su corazón. Se puso en pie para coger a la pequeña y alejarse de aquel lugar.
-No -dijo Maeniel, cogiéndolo del antebrazo con fuerza-. Te quedarás aquí, al igual que yo, y los dos discutiremos los planes que tienes para la niña. Conozco a Idonia desde hace tiempo y si ella dice que la niña es importante, yo la creo. Me convertisteis en parte de todo esto en el momento en que dejasteis a la niña ante mi guarida, amenazando a mis lobeznos. Bien, ahora estoy aquí y no estoy dispuesto a irme sin más, así que no lo haré, druida. Creía que en este santuario de la naturaleza había logrado escapar de los problemas del mundo; pero ya veo, vi cuando me encontré con Idonia, que no es así. Por eso he vuelto para participar de nuevo en las luchas de los humanos. De esta manera había de ser si tengo el más mínimo aprecio a Idonia y a su esposo, Malcolm.
Tras estas palabras soltó el brazo de Dugald. Dugald hizo la señal de la cruz y suspiró aliviado.
-Veo que no hay que menospreciarte.
-Ni tampoco lo contrario. Por favor, aparta esa maldita daga. Supongo que es con la que mataste al sajón.
Dugald se miró la mano.
-Vaya, lo siento. No me había dado cuenta de que todavía la llevaba. -La daga desapareció entre sus ropas-. Preferiría que no utilizases ese nombre.
-¿Cuál?
-«Druida», y no disimules conmigo. Ya no nos llamamos así desde que Patricio vino a Irlanda y trajo el mensaje cristiano.
-Es cierto, ya no sois más que monjes cristianos -dijo Maeniel sonriendo.
-Sí.
-Unos monjes muy poderosos, pero al mismo tiempo hombres santos.
-Sí. Quien porta la palabra de Dios es siempre muy poderoso.
-Raptaste a la niña.
Los ojos de Dugald miraron en todas direcciones, pero no quisieron encontrarse con la mirada de Maeniel.
-Raptaste a la niña y discutiste con tu señor, Merlín. Él es quien te persigue.
-Sí, no, sí y sí.
-¿Y eso significa...?
-Merlín se llevó a la criatura. Está predestinada a ser reina. Pero la madre de la pequeña mandó buscarme. Es una descendiente de Boudicca, la gran reina guerrera de los icenios. No acataba las leyes romanas, y hasta no hace muchos años vagaba con sus armas y guiaba a sus hombres en la lucha. Pero la niña fue fruto de un embarazo inesperado a mediana edad, y no se la quería entregar a Merlín para que la criara e hiciera de ella la esposa adecuada para el hijo de Uther Pendragon. Porque eso era lo que Merlín pretendía -continuó-. Ése es su deseo y el del grupo de sacerdotes que dirige en busca de la unión de los señores de Britania y los guerreros sajones que dominan sus defensas contra los pictos, los irlandeses y las tribus de más allá de la muralla y del otro lado del mar. Vuelven la espalda a las antiguas costumbres y dirigen sus miradas a Roma. Dice que ha funcionado con los bárbaros en el continente y que lo mismo pasará aquí, pero yo no estoy de acuerdo.
-¿Y por qué no te enfrentas a él abiertamente? -le preguntó Maeniel.
Dugald se echó a reír. A su lado, la niña se revolvió. Sobre sus cabezas el cielo estaba cada vez más nublado, y el sol no podía traspasar las nubes cada vez más espesas. La pequeña tenía frío.
-La piedra está fría -dijo Dugald.
La niña ocupaba casi todo el manto de Dugald, y Maeniel la tapó mejor con parte del suyo.
-Cuando Patricio, bendito sea su recuerdo, vino a Irlanda a enseñarnos la palabra de Cristo, su adversario, el rey de Connacht, murió. Según se dice se cayó desde una gran altura. Hay ruedas dentro de ruedas, normas sobre cómo han de hacerse las normas, y leyes sobre otras leyes -dijo Dugald.
-¿Y?
-Me has acusado de ser arrogante. Es cierto, lo soy. Lo somos. Pero tenemos motivos. Para que nuestra orden pueda seguir adelante, tiene que haber unanimidad de opiniones sobre algunos temas importantes. El perdedor en esos debates debe morir junto con todos sus seguidores.
-¿Patricio venció, se aceptó a Cristo y su palabra, y el perdedor fue lanzado desde una gran altura? -preguntó el lobo.
Dugald apartó el rostro de la mirada del lobo y dejó que el viento lo golpease. Muy alto, un halcón llamaba a sus compañeros, con un sonido áspero les decía que estaba cazando.
-No, no lanzado. Lanzado, no. Nadie tocaría a ese hombre. La sangre del culpable cubriría al asesino. Pero el perdedor sabía qué debía hacer.
-¿Cómo lo sabes? No pudiste ser testigo. Dugald tenía aspecto sombrío.
-¿No? ¿No estuve presente?
Maeniel notó que se le erizaban los cabellos. Sabía que esos hombres estudiaban el modo de volver a vidas pasadas. Se preguntó si se hallaba ante uno de esos hombres.
-Ya comprendo.
-No, no puedes. No, si no has realizado nunca ese viaje. Pero para poder continuar, me encuentro en esta posición respecto a Merlín.
-Supongo que una persona en esa situación debe de sentir una soledad inmensa, ya que tiene que hacer desaparecer sus ideas con él. No serán muchos los que quieran acompañarlo en su suerte.
-Ninguno -asintió Dugald.
-Así que, ahora te encuentras aquí, solo con una niña raptada, no sólo perseguido por los sajones, sino también por el poderoso líder de vuestra secta.
-Lo has entendido perfectamente, mi buen amigo. Es cierto, él la ve como la madre de la desgracia, el desastre agazapado esperando su momento, una descendiente de Boudicca. La niña pertenece a la realeza más pura; pero, como todos los desgraciados descendientes de la reina, también es la más desafortunada y está condenada. Por eso, si yo muero, ella morirá conmigo. No puedo abandonar, porque el primero de los sacrificios para que ella continuara con vida fue el de su madre. Una gran mujer, que murió confiando en mí.