No soy muy alta. Podía ver el ojo, bajo la luz del sol, amarillo nacarado como oro fundido, con la pupila como la de una víbora. La mandíbula abarcaba todo mi hombro y el pecho derecho. Me imaginé que sus dientes amarillentos, largos y afilados, me triturarían el hueso. Trituraron algo, pero no el hueso. Estaba muerta. Sabía que aunque aquella cria
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