El reloj marcaba las tres de la mañana, y la ciudad de Nueva York parecía dormida, ajena a la tormenta que se estaba gestando en la sala de reuniones del penthouse de Valeria Montague. La vista desde las altas ventanas mostraba las luces titilantes de la metrópoli, pero la quietud en el aire era palpable. Aquella noche, todo cambiaría.
Lucía no p